José, como todos, fue niño alguna vez. Tuvo rodillas raspadas, cometas, y una madre que lo cuidaba como si el mundo fuera de papel.
Pero creció. Y crecer es también aprender a perder.
Perdió el recreo, luego la risa fácil, y, por último, a su madre.
Ella murió cuando él tenía 68. No pudo retenerla, porque a los vivos cuando quieren ser muertos no se les puede retener; se les suelta, como a los globos.
Dos años después, a sus setenta, quiso poner la casa a su nombre. Esa casa que aún olía a sopa y a fotografías colgadas del tiempo. Fue entonces cuando volvió a encontrarse con los fantasmas más persistentes: los de la oficina de viviendas.
—Necesitamos el certificado de defunción —dijeron.
José, obediente, presentó el que había guardado entre papeles y dolores. El empleado lo tomó, lo miró como si oliera a humedad antigua, y sentenció:
—Este certificado está vencido. Necesitamos uno con fecha actual.
José no supo qué decir.
Sabía que su madre no había resucitado.
Pero en ese momento, por un segundo, lo deseó con toda el alma.
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