Andrés

Andrés es un chico absolutamente normal. Tiene quince años, piensa. come, ríe como cualquier chaval de su edad. Sólo tiene un problema: desde que nació, algo salió mal, y está anclado a una silla de ruedas desde que tiene memoria. Para él no es problema, total, no conoce otra cosa, pero sí ve en la cara de su padre una pátina de tristeza, que intuye que es culpa suya. Y por eso, y por su hermana, un terremoto de siete años con rizos negros y botas de fútbol, con los dientes mellados, cada semana uno (que tiene al Ratón Pérez loco), Andrés siempre sonríe, con su boca torcida. Porque sufre, sufre mucho, pero ha llegado a la conclusión de que no merece la pena ver el sufrimiento de los demás por lo que uno mismo está pasando, y como sabe todo, todo lo que su enfermedad degenerativa supone, sólo le ha quedado resignarse, e intentar hacer felices a los que tiene a su alrededor. Por eso, Andrés está esperando la vuelta de Rocío del cole como agua de mayo, porque para él, en su cuarto adaptado a sus necesidades, con su ordenador, su cama adaptable, su menú diario y riguroso que le prepara Leti, con todo el cariño pero con poco sabor, ese momento es la alegría del día… Rocío entra en casa, ya se la escucha desde el portal, parloteando de quién sabe qué, y corre hacia la habitación de su hermano como un huracán. Un viento de risas, de besos, de palabras inconexas, de historias de colegio, de olor a lápiz y a tiza, de enfados con compañeras que ayer eran íntimas… Andrés siempre sonríe, intenta estirar los brazos todo lo que puede, y la acoge. Alguna vez, con el impulso, la silla articulada se ha vencido, pero eso sólo ha provocado el susto del la pobre Leti, la risa cantarina y contagiosa de Rocío y una mueca de diversión en la cara de Andrés.

-¡ Letiiiiii! he tirado a Andréeeees! ¡Veeen! Yo no puedo levantarle, además me está haciendo cosquillaaaaassss jajajajajaja!!

Andrés sólo puede mover con cierta soltura los dedos de la mano derecha, y en esos momentos aprovecha la cercanía de su hermana para las cosquillas, es un ritual, algo que sabe que hace feliz a alguien sin más, que provoca carcajadas limpias y espasmos nerviosos… Nada más puede hacer, que no sea lento y trabajoso.

Leti, una mujer menuda y fuerte, que ha acompañado a la familia desde que la madre de Andrés y Rocío se marchó sin dejar rastro, sonríe y se siente reconfortada; no es la madre de los chicos, pero desde que Irene se marchó y dejó a Alberto sólo con un chaval de siete años en una silla de ruedas y una enfermedad degenerativa, y una bebé de meses que apuntaba maneras, se hizo cargo de la intendencia mejor que cualquier general del ejército. El día en que descubrieron que Irene había huído, se sentó frente a Alberto, lloroso, cogió su mano, y sólo le dijo dos palabras: aquí estoy. Y estuvo siempre.

Un miércoles lluvioso de noviembre, como todos los días, Alberto llegó al cole a recoger a Rocío, siempre un minuto después de que todas las madres hubieran localizado a sus cachorros, les hubieran dado un bocadillo enorme envuelto primorosamente en papel de aluminio, relleno de jamón, queso, nocilla… Cualquier cosa que a la mitad quedaría olvidada en cualquier parque, en cualquier banco, mientras los niños buscaban a sus amigos, a sus perros, a sus charcos… Alberto no llevaba nunca la merienda de Rocío al cole, pero la niña nunca se lo reprochó. «Es que hasta que no llego a casa y Leti me hace el zumo de naranja, no tengo hambre, de verdad, papá. Luego me hace meriendas de lo que yo quiero, no como mis amigos, que tienen que comerse lo que sus madres quieren, jejejeje». La lógica, aplastante, y la tranquilidad de Alberto, sin límites.

Pero ese miércoles fue distinto a los demás. Rocío, con sus dientes mellados y el chándal roto en las rodillas por enésima vez, pidió algo a su padre: «Papá, quiero montar a caballo. Mi amiga Paula va a un sitio aquí cerca, y ya sabes lo que me gustan a mí los animales, que quiero ser veterinaria, pero claro, como no me dejas tener animales en casa por Andrés, por lo menos podría tenerlos fuera, como Paula, y los que más me gustan son los caballos, bueno, y los perros también, pero no puedo, y los gatos, porfaporfaporfaporfa papaaaaaaaa»

Alberto, con una sonrisa llena de dientes sin que llegara a sus ojos, le dijo a la niña que lo sentía, que era imposible, que a lo mejor al año siguiente, que irían a alguna cuadra a ver a los caballos, que montaría en un poni un ratito, que… Rocío no le dejó terminar esos argumentos tan débiles: «Toma papá, Paula me ha dado el teléfono de Yolanda, que es su profe de caballos, y que es la jefa, y me ha dicho que si la llamas a ella seguro, pero seguro que podré ir a aprender una vez a la semana, y que tampoco es tan caro, y que yo te doy mi paga para ayudarte si quieres y que…» – Cariño, vale, vale, vale, para un momento… Vamos a hacer un trato, esperamos a llegar a casa, merendamos, damos un beso a Andrés y luego lo hablamos los cuatro.. sí Leti también, claro, ¿cómo no? si es la que más manda, como dices tú, ¿vale?

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