No recuerdo haberme enamorado en la adolescencia. Recuerdo que la primera persona a la que quería tener cerca de mí fue una chica en la preparatoria. Decidí que ella sería mi novia después de que participó respondiendo una pregunta de biología y parecía ser la más lista de la clase. Obviamente, no fue mi novia nunca.

Después de ella, me gustaron algunas personas y con otras me encapriché. Pasaron varios años más hasta que conocí a mi primera pareja. Estuve con él casi tres años (la cifra varía dependiendo de a quién le preguntes, pero de eso hablaré después), durante los cuales tuve algunos momentos felices y muchos momentos miserables. Los momentos felices fueron todos con su familia; no recuerdo ningún momento feliz con él, aunque puede ser que he tratado de borrar todo lo bueno que pudo haber tenido.

Lo mejor que vino de esa relación fue la soledad. Me sentía solo, completamente solo. Por esa época era muy popular el uso de las salas de chat, así que me metía a algunas de ellas para hablar con desconocidos. Una de esas noches, empecé a charlar con un chico que vivía en otra ciudad. Conectamos enseguida.

Cambiamos números. Nos empezamos a enviar mensajes todos los días, todo el día. Hablábamos todo el día, no recuerdo de qué, ni importaba. Un día, decidimos que era necesario dar el siguiente paso y hablamos. Tenía un acento del sur, una voz suave y tranquila. Escuché su risa, que siempre parecía nerviosa y dubitativa. Me lo imaginaba, sonriendo, evitando mi mirada cuando reía.

Me enamoré de él antes de conocerlo. No habíamos cambiado ninguna fotografía, no nos habíamos descrito el uno al otro, pero estaba loco por él. Finalmente, le propuse conocernos. Me dijo que sí.

Vivía en una ciudad a varias horas de la Ciudad de México, que es donde yo vivía en ese entonces. Planeé mi viaje con un par de semanas de anticipación, aunque no habría sido necesario porque la ciudad en la que vivía es una de esas a las que nadie quiere ir. No recuerdo nada del viaje en el autobús porque solo podía pensar en cómo sería conocerlo. No tuve miedo de que él no me gustara, pero sí temía no gustarle.

Llegué a mediodía. Bajé del bus y sentí el calor agobiante y húmedo. “Así podré decir que estoy sudando por el calor y no por los nervios”, pensé. Había quedado de verlo en la salida principal de la terminal de autobuses, así que me dirigí ahí. Mientras caminaba, pensaba que era una idea ridícula eso de enamorarse alguien a quien no has visto. “Tal vez debería irme”, pensaba. Si me iba, lo peor que podría pasar es que nunca sabría cómo era él, pero por lo menos podría vivir con la idea de lo que podría haber sido, sin ningún riesgo de acabar lastimado.

Sin darme cuenta, llegué a la puerta de la estación. No me pareció verlo por ningún lado. “Tal vez ha pensado lo mismo que yo y se ha ido”. Me quedé congelado por un minuto. No sabía qué hacer; tampoco tenía mucho qué hacer si él no aparecía. Saqué el móvil de mi bolsillo y dudé en escribirle. Empecé a escribirle. Pensé en escribirle “si no te gusto, no hay problema”, “hola”, “no te veo”, “creo que no ha sido buena idea venir”, muchas cosas.

  • Has venido,- dijo una voz atrás de mí.

Giré la cabeza. Ahí estaba él. Lo miré. Pelo negro alborotado, ojos grandes, piel blanca. Me miró. Sonrió.

  • ¿Cómo supiste que era yo?- le pregunté.

Se rió tímidamente, dudando. Lo miré detenidamente. Estaba loco por él.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS