¡Alto! Esto es un atraco(n)

Las consultas con la nutricionista eran siempre los jueves. Me pesaban, me hacían preguntas, anotaban todo en un cuaderno con letra prolija. Yo miraba la balanza con un nudo en el estómago, esperando que el número no bajara demasiado. O, mejor dicho, esperando que subiera, aunque fuera un poquito. Porque si bajaba, significaba más controles, más sermones, más preocupación en casa.

Mi mamá se esforzaba en preparar comidas que me tentaran, como le decía la doctora. Cosas con queso derretido, pastas, milanesas. A veces funcionaba. A veces no. No era que no me gustara la comida, era que me costaba confiar en que mi mamá no estuviera controlando por detrás de las botellas de la mesa, cuánto había comido.

Había días en los que me miraba en el espejo y me convencía de que no estaba tan mal. Otras veces, me quedaban horas analizando mi reflejo, notando cada hueso sobresaliente, cada sombra que se formaba entre mis costillas. No estaba segura de qué quería ver, solo quería ser normal. Que nadie se preocupara por mi estado físico.

Las reuniones se volvieron complicadas. ¿Y si comía de más? ¿Y si comía de menos y alguien lo notaba? La gente tenía una obsesión con opinar sobre los cuerpos ajenos, como si fuera un tema abierto a debate, sobretodo mi mamá.

“Estás más flaca”.
“Comé algo que vas a desaparecer”.
“Vos podés comer lo que quieras, no engordás nunca.”

Cada comentario se quedaba pegado en mi cabeza por días. ¿Qué significaba estar bien? ¿Cuál era el punto justo entre lo que los demás esperaban de mí y lo que yo realmente sentía? Lo bueno es que era consciente de mi cuerpo. No me sentía ni veía gorda ¡Quería engordar! Una medida que yo nunca lograba alcanzar.

Si comía poco, la preocupación se le escapaba en un suspiro frustrado. Si comía más de lo habitual, se sorprendía, como si fuera un evento extraordinario. Eso me hacía pensar en la comida como un examen, una prueba constante de la que nunca tenía claro el criterio de aprobación.

Recuerdo que hubo una época en la que las milanesas fueron el plato estrella. Mi mamá hacía tantas que quedaban en la heladera por días, listas para recalentar. Lo mismo pasó con los fideos con manteca. Lo que un día me había parecido aceptable, al siguiente se convertía en algo que no podía ni probar sin sentir rechazo. Por suerte con las milanesas eso no ocurrió.

Y después, el famoso «comé lo que quieras», que ara cualquier persona suena a libertad, pero para mí en realidad era un campo minado. Porque, aunque la frase era permisiva, su mirada lo decía todo. Cada vez que apartaba el plato sin terminar, notaba cómo sus ojos se detenían en los restos de comida, en el tenedor apoyado con indecisión. Y entonces venía su veredicto: «No comiste nada».

Era un bucle sin fin. Si comía poco, estaba mal. Si comía más de lo habitual, se sorprendían. Si no tocaba el plato, la preocupación se volvió casi palpable. Yo solo quería que la comida no significara tanto. Que no fuera un tema de conversación, que no fuera una prueba, que no estuviera tan cargada de significado. Pero no sabía cómo lograrlo. Con el tiempo, fui implementando distintas tácticas que buscaba por internet para que pareciera que había comido bastante: Comer hasta donde pudiera y luego separar la comida del plato de forma estratégica. Con el tiempo y la adopción de una nueva perra, ella sería mi coartada perfecta.

En el colegio pasaba lo mismo que en casa. Pensaba que mi almuerzo era un asunto privado, que no llamaba la atención, pero de alguna manera siempre terminaba siendo tema de conversación. Cuando teníamos actividades extracurriculares después de la jornada escolar, almorzábamos antes de educación física. Yo tenía mis platos preferidos: dos pizzetas o una milanesa con puré, siempre y cuando en casa no hubieran hecho milanesas durante toda la semana.

Comía tranquila, sin imaginar que alguien me estaba observando, hasta que un día me di cuenta de que la psicopedagoga de la escuela sabía exactamente qué ponía en mi bandeja. Y aunque yo pensaba que lo que comía era suficiente, para ella parecía no serlo. A veces me miraba con esa mezcla de preocupación y lástima, como si mis brazos y piernas delgadas confirmara un diagnóstico silencioso.

El viaje de noveno grado fue un punto de quiebre. Celeste, una compañera, que tampoco solía comer mucho, me pasó sus escalopes y yo los acepté. Me los comí junto con los míos porque era una comida que había probado en ese viaje, y en mi cabeza eso demostraba que no era que no comía, sino que simplemente comía poco y sin demasiada variedad. Para mí, no había nada extraño en eso.

Pero a la vuelta del viaje, la psicopedagoga y algunos directivos hablaron con mis padres. Les dijeron que estaban preocupados porque, según ellos, yo casi no había comido. ¿Cómo hacer que me creyeran? ¿Cómo hacer que entendieran que no era que me negaba a comer, sino que tenía mis propios ritmos y mis propias formas? Era desesperante. Una lucha constante entre lo que yo sabía de mí misma y lo que los demás creían saber. Y lo peor de todo era que, al final del día, su versión de los hechos siempre parecía pesar más que la mía.

Después de varios intentos con diferentes médicos, mis padres tomaron una decisión más drástica. Mi mamá, en su desesperación por sacarme de lo que todos creían un estado crítico, mal llamado en mi caso, un estado de anorexia, pasó noches enteras viendo programas de televisión donde distintos profesionales promocionaban sus estudios y conocimientos. Fue así como encontró el centro de Edith, una especialista que había creado un espacio integral para tratar trastornos alimenticios, con psicólogos, psiquiatras y nutricionistas. Aún recuerdo cada detalle de aquella primera y única visita, aunque hayan pasado veintiún años. Al llegar, una secretaria nos recibió en su escritorio, ubicado a la derecha de la entrada. Frente a ella, una pequeña sala de espera conducía a un pasillo con varios consultorios. Al fondo, como si fuera la última instancia, estaba el despacho de Edith. Pero no, era al revés: La primera instancia era su consultorio.

Cuando nos llamaron, entramos a una oficina amplia. Frente a la puerta, su escritorio. A un costado, un espejo rectangular enorme. Al otro, una balanza. Puede que hubiera más cosas en aquella habitación, pero mi memoria solo retuvo lo esencial… o lo traumático. Mi mamá habló casi todo el tiempo, como siempre que me llevaba al médico. Luego, Edith le pidió que esperara afuera. A solas conmigo, me hizo algunas preguntas que hoy no recuerdo y luego me pidió que subiera a la balanza. 42 kilos.

Después de vestirme, me preguntó qué comidas me gustaban. Entre ellas mencioné los ravioles con tuco. Sin dudarlo, le pidió a su secretaria que trajera una porción para ella y otra para mí. No entendí qué pasaba. No sabía qué debía hacer. ¿Cuánto tenía que comer? ¿Cuál era el objetivo de ese almuerzo? ¿Me obligaría a terminar el plato? Con suerte, comí algunos ravioles hasta que no pude más. Me sentía saciada y nerviosa.

Volvimos a la balanza. 43 kilos. Había aumentado un kilo después de comer. ¿Cuál era el punto de todo eso? Hasta el día de hoy no lo sé. Tal vez mi cabeza bloqueó la explicación que me dio después. A continuación, me derivó a la nutricionista en otro de los consultorios del pasillo. Luego de una charla extensa, su conclusión fue que no podría asistir a ninguna de las fiestas de egresados ​​de mi colegio. Mi peso era un riesgo. Si llegaba a consumir alcohol, podría ser peligroso.

Yo no tomaba en aquel entonces. No se me pasaba por la cabeza consumir alcohol ni drogas. Esa etapa me llegaría mucho más tarde, pero daba igual. Habían decidido por mí.

Negociamos.

Al final, me permitieron salir, pero con una condición: después de tres horas, debía volver a casa. No me convenció. Me sentí humillada. Triste. Enojada. ¿Con la pseudo nutricionista? ¿Con mis padres? ¿Conmigo por no lograr incorporar más variedad y cantidad de alimentos? Lo cierto es que estaba enojada con la vida entera, incluso con el colegio. Nadie me creía, nadie veía con mis ojos, no existía posibilidad de que eso pasara. Era desesperante y angustiante, quería desaparecer.

Esa noche, no bajé a cenar. Mi papá había llegado de trabajar y yo estaba en la cama. No sabía cómo salir de ese bucle. No comer no era una decisión consciente. Me llenaba rápido. Simplemente, no podía más.

Mis padres subieron a mi cuarto. Entre lágrimas y gritos, les supliqué que no me llevaran más a ese lugar. Sentí que, por primera vez, entendieron. Que en mi voz había algo tan desesperado que no podían ignorarlo. Accedieron. Otra vez, comenzaba la búsqueda de nuevos profesionales…

Con el tiempo y la ayuda de mi psicóloga —que me acompañaba desde los once años—logramos dar con una nutricionista y un psiquiatra que, con mucha paciencia, me sacaron del estado depresivo y preocupante en el que me veía envuelta. Paciencia, sobre todo, con mi mamá, que ansiaba ver resultados inmediatos. Probaron con medicación, y con un aumento gradual de alimentos y bebidas que me ayudarían a mantenerme un poco más alimentada. No había presión, no había amenazas ni castigos. Solo un proceso lento, casi imperceptible, que permitió que mi estómago se fuera acostumbrando poco a poco a recibir más comida. Complementamos con suplementos para cubrir la falta de algunos nutrientes. Aunque debo confesar que, en mi rebeldía, escondía algunos y los tiraba en el baño cuando nadie me veía. El Ensure de chocolate prometía ser rico, pero apenas lo sentía en la boca, la idea se deshacía.

Con el tiempo, fui ganando peso. Quizás demasiado para mi gusto, pero entendía que después de haber estado tan cerca del límite, según algunos profesionales, no podía darme el lujo de quejarme abiertamente.

A ellos, a quienes trabajaron en equipo con paciencia y amor, les debo mi vida. Fueron quienes me ayudaron a salir del infierno. Y aunque los recuerdos siguen ahí, aunque algunas heridas no terminan de cerrarse del todo, con ellos sentí que, por primera vez en años, podía respirar. Pero la relación con la comida, y en ocasiones con mi cuerpo, sigue siendo un territorio complejo… A veces, una controversia.

Durante mucho tiempo me repitieron que debía mantenerme en un peso específico. Mi madre, aunque sus palabras venían desde el amor, nunca ayudó demasiado. Cuando estaba demasiado delgada, me recordaba que me faltaba comer. Cuando los talles más chicos me quedaban grandes, me decía que parecía un palo vestido. De pequeña, si elegía algo de ropa que no le gustaba, me decía que parecía un cocoliche. Cuando las pastillas antidepresivas me hicieron subir de peso y me sentí hinchada, ella decía que estaba bien. Pero mi cabeza y el espejo no me mostraron que así fuera. Lo curioso es que, incluso en mis momentos de máxima delgadez, nunca me vi gorda. Siempre supe lo que era, pero eso no significa que las palabras de mi madre no hayan dejado huella. La dejaron. Para bien o para mal. Para siempre.

Y hoy, aunque ya no soy aquella adolescente de 42 kilos, las palabras siguen pesando.

Si me ve más delgada, comenta.

Si me ven más grande, también.

Si como mucho, si como poco.

Si me corto el pelo, si lo dejo largo.

Si salgo vestida de una manera o de otra.

Mamá opina de todo sin medir el daño de sus palabras. No puedo escapar del todo. En esa casa también vive mi papá, quien nunca hizo un solo comentario sobre mi cuerpo ni mis decisiones. Y, sin embargo, en algún momento, casi sin darme cuenta, abrí la puerta para que Matías también opinara de alguna manera.

Sobre mi ropa al salir.

Sobre cuánto dejo en el plato.

Lo paradójico es que, al igual que mi madre, él lo hace sin darse cuenta del impacto. Por suerte, a veces tengo la suficiente conciencia para saber cuándo un bocado más puede perjudicarme y cuándo es momento de parar. Pero eso no todos lo entienden. Y ante el menor comentario, los fantasmas de la adolescencia vuelven instantáneamente. En determinados momentos, uno de mis escapes más placenteros, paradójicamente, es la comida. Son pequeños acontecimientos aislados. 

Me autoengaño. 

Me digo que no como en el día porque el único momento que comparto con Matías es la cena, entonces lo espero a él. Pero ese momento no existe. Comemos pesados, y me voy a dormir mal. El loop se genera una vez en la cama, repitiéndome que es mejor almorzar bien y cenar liviano -o no hacerlo-. Pero la única comida que Matías hace es la cena y, como siempre, termino adaptándome a los demás. 

Con algunos problemas emocionales sin resolver, desencuentros y demás cuestiones que no suman al bienestar personal, encontré en los atracones un refugio. Desear una pizza y terminarla entera, dejando solo los bordes y los carozos de aceituna. Pedirme una hamburguesa doble y seguir comiendo hasta no dar más, hasta que el placer dure un minuto y luego llegue la culpa, el asco, la afirmación de lo innecesario que fue todo eso.

Y ahí estoy otra vez. Repitiendo ciclos que creí superados.


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