Las nubes ahogaban el sol aquella tarde de jueves. Como cualquier joven de perezosa inteligencia, caminaba casi complacido por las calles de mi antiguo barrio, describiendo la composición cielo, como si pudiese detenerme en su inmensidad para apreciar alguna singularidad. En esa edad, a menudo buscaba conmoverme con una puesta de sol o con la luna, y claro, desespero por recuperar aquel optimismo. Sin embargo, la añoranza no es precisamente el motivo de mi escrito y por ello he de explicarme.
Durante la mañana de aquel día me había dedicado exclusivamente a escribir pensamientos, los cuáles posteriormente iban a formar parte de ciertas narraciones bastante bien logradas; mientras que, por la tarde, por algún forzado imperativo intuyo, iba en búsqueda de un compañero, o en su defecto una riña. El barrio se encontraba alborotado y las personas iban de aquí para allá esquivándose y pidiéndose disculpas a medida que se arrollaban unas a las otras. Por ello caminaba por la carretera, bien arrimado al cordón de la vereda, con las manos en los bolsillos y el cuerpo reclinado. Veía a mis vecinos, abstraídos, amables, abrumados y correctamente vestidos. En medio de la calle Vieytes un tozudo aguaribay urgía desde un cantero de piedra que separaba la carretera en dos, este siempre me había llamado la atención, más éramos viejos conocidos, cuándo pasaba por allí lo saludaba sin hacerle ningún gesto, y creo, él también me devolvía el saludo. Esa conducta habría de tener con todos, imaginaba, cuál sería el motivo por la cual le hubieran perdonado la vida sino el de su cordialidad. Recuerdo cruzar con impertinencia y arrimarme a él, viendo cómo su corteza transpiraba y sus raíces respiraban desde debajo de la tierra. Era rugoso y de tacto tibio.
El centro de mi ciudad me era repugnante y nunca me perdía la posibilidad de visitarlo. Lo que allí se encontraba era tan sincero como poco deslumbrante. Los edificios se comprometían en pasar desapercibidos, se escondían detrás de sus húmedas paredes y sus irregulares revoques, entre colores verdes y anaranjados los cuales, lejos de la dicha, se habían refugiado en tonos menores y sobrios, en aceite frío. He de admitir que los sonidos allí no eran ensordecedores, se distinguía notoriamente de donde provenían y la poca falta que hacían. Ni de los cantores de allí o sus guitarras algo conmovedor salía, y eso que eran los más diestros artistas de la ciudad. El comercio era amplio, constante, pero ayuno de riquezas. En principio me colocaba allí, en medio de la escena, como espectador, y aquella obra me seducía al principio y luego abolía mi raciocinio. No recordaba los motivos de mi desespero, pero era cuestión de semanas para que algún conocido me encontrara allí siendo el más abstraído de los partícipes, tranzando con un extranjero o recostado en la escalinata de alguna oficina pública. Seguramente más de uno se habrá preguntado por qué no estaba en mi casa, que era treinta veces más hermosa que aquella plaza sin estatuas. He de aclarar, jamás me sentí un nativo de esa región, siempre fui un comprometido visitante quién, en tanto se alejaba, lo invadía el hastío y los dolores de cabeza.
Retomando el hecho, y luego de mi encuentro con aquel árbol, me encontraba caminando mientras recordaba la última vez que había visitado la Plaza Mayor, en la que estuve tres días consecutivos sin sacarme los zapatos. Así llegué al puente de La Torreja, aquel que solía unir mi barrio con el centro. Este era de vistosos ladrillos y poseía un hueco entre medio, debajo de cuál estaba el canal, seco hace años. Siempre caminaba y miraba debajo de aquel puente, jugando a que se me aparecía alguna moneda de algún despistado o algún objeto de valor que giraba por allí. Casi al final de la fosa, cercano a los rincones, vi ese día a Simón Torcuato, un compañero mío, hombre sin padre al cuál solía querer mucho. Era alguien desprolijo, pero con un particular carisma, morocho, lánguido, de brillantes ojos celestes, sin belleza alguna y sin dinero tampoco. Era alguien ciertamente amable. Estaba en el fondo de aquel extinto canal, abatido.
—¡Mi amigo! —exclamé— ¿Qué hace usted aquí? Creo haberlo estado buscando.
—El gusto es mío— replicó mareado. Aquel tipo se encontraba fulminado, desfigurado, con mandíbula rota y sobre la tierra toda su espalda. Al puente no lo cruzaba nadie y por debajo de este solo estaba Simón.
—¿Qué pasó? —me preguntó Simón
—No lo sé, ¿se encuentra bien? —respondí
—No.
Mi confusión era evidente, Simón estaba vestido con unos pantalones que tenían las mismas arrugas que los míos, solo que él estaba allí abajo y yo sobre el puente, y eso hacía verlos distintos. Decidí bajar las escalinatas que se encontraban al costado del puente, he de ser franco, no podía oír bien a Simón Torcuato y me interesaba conversarlo.
Ya debajo, he de decir que las palabras no eran otra cosa que impropias y la anestesia del aire de allí corría solo me hacía confundir expresiones sin sentido con fantásticas aliteraciones, que ahora vienen a mi memoria y me dan vergüenza. Lo que recuerdo sin pudor de mi amigo es que, en la imagen que me produjo aquella cadera dislocada, la cual se replicaba en sus tobillos quebrados e hinchados de la más entumecida sangre, nunca había visto a Simón Torcuato tan comprometido con sí mismo.
—¿Allí se asoma alguien? — me preguntó Simón.
Miré hacía arriba y del hueco sobresalía el busto de un oficial de la policía, quién por supuesto dio aviso a familiares, amigos y allegados. Estos arribaron de a uno, recuerdo que llegaron amigos nuestros, la mujer de mi amigo, mi padre y mis tíos y algunos conocidos que simplemente se habían anoticiado. Todos miraban y conversaban, sacaban sus conclusiones y exponían sus teorías con mayor o menor elocuencia. Mientras tanto, debajo, mis nobles intenciones intentaban encauzar mi conversación con Simón, a pesar de que ninguno de los dos comprendía muy bien lo que estaba sucediendo. En tanto el nombraba ciertos tipos de flores, yo replicaba con algún verso que se me ocurría y así, cuatro veces, hasta intentar otra cosa. Jamás hablamos de su accidente, de su presumible caída o de sus huesos rotos. Ante la impaciencia de quienes se encontraban sobre nuestras cabezas, me pregunté en voz alta si lo pertinente era subir y explicar que casualidades me habían llevado a acompañarlo, y sus muñecas rotas rotaron levemente, y sus dedos estaban contraídos, entonces me marché de su lado.
Arriba fui bien recibido, me dieron de tomar agua y de comer chocolate. Me tuvieron paciencia, tanto mis conocidos como los miembros de las autoridades, con cuya cordialidad no contaba. En tanto mi declaración fue escuchada, el personal a cargo del orden se fue preparando para descender y los vecinos poco a poco volvieron a sus hogares. Es cierto que no aporté nada esclarecedor sobre el hecho y pronto fui desestimado, pues llegar primero no es igual a llegar a tiempo.
Quedamos los más importantes, sentados, saludando a quienes nos saludaban. Al único que recuerdo como vestía era a Mauricio Fillipo, quién en medio de una tos repentina que me había atacado me preguntó:
—¿El mundo habrá de necesitar a un Simón Torcuato?
Ante tal indecorosa pregunta, de obvia y tramposa respuesta, me arrimé al hueco por última vez esa tarde. Las autoridades seguían invistiéndose en chalecos y arneses, mientras se aseaban correctamente según los protocolos de ese entonces. Al asomarme, vi los ojos de Simón, celestes y suaves. Vi una sonrisa de peculiar simpatía y cómo de su pelo despeinado brotaban las risueñas arrugas de su frente. Jamás volví a saber nada de él, de ahí me fui a la Plaza Mayor y estuve quizá una semana durmiendo en el depósito de un relojero.
Pasé quizá décadas intentando rescatar alguna enseñanza de aquella tarde, sin conmoverme jamás. Un domingo, una veintena de años después, me encontraba en el sillón de mi casa, junto a un hijo mío, quién disfrutaba de su niñez. Mi niño golpeaba duramente las baldosas de nuestro suelo, mientras no me prestaba atención y solo se quería a sí mismo. Se iba al jardín y volvía, buscaba a su madre y no la encontraba. Allí fue cuando volteo, me miró, y al vaso de agua que estaba bebiendo también. Me embistió y se volcó contra mí, tirando el vaso al suelo mientras reía con cierta malicia, me miró con su más hermosa sonrisa y abrazó mi cintura levemente. Fue en esos ojos marrones la única vez que volví a enfrentarme a la mirada aquel amigo mío que ya no era nadie, fue la única vez que vi repetida esa sonrisa, solo que sin sangre en la boca. Mi hijo se dio cuenta de lo que pensaba, mi rostro desnudaba mis recuerdos. Allí floreció su picardía y juntos reímos, y reímos durante horas. El creció y siempre que podía me recordaba aquel momento, y solo reíamos, y yo quería abrazarlo y besarlo… pero no podía parar de reír.
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