Aire

Caen unas pocas gotas, con un gran lapso de tiempo entre ellas, en comparación a la tromba siguiente. Una, dos, tres gotas, y luego la lluvia. Se escuchan suaves, golpear el techo de mi casilla. Bailan los insectos aquí y allá, salen los sapos tras ellos, y los niños con sus redes tras los sapos. Veo a un grupo de niños perseguir un gran sapo, lo siguen hasta que advierten que ingresa al cementerio, allí los niños se detienen. Me observan fumar, a lo lejos, y siguen con su tarea.

Nadie viene a vernos, ni a mí, ni a los muertos. Pero no se asusten, este viejo y tranquilo cementerio, que descansa a escasos metros del basural, como si de una clara analogía se tratase, es mi lugar de trabajo. De lunes a sábado, camino cinco kilómetros de ida, y cinco de vuelta, para ocuparme del cementerio. Abro con el sol, cierro con el último cantar de las Torcazas. Yo, no estoy muerto.

Camino de ida, y camino de vuelta, y cada vez llevo menos aire. Antes, algunos perros me seguían durante un tramo del camino. Fueron cambiando, primero uno negro, luego uno más grisáceo, después uno de tono más dorado, pequeño, hace un tiempo el negro regresó para caminar junto al dorado, hasta que finalmente, ninguno regresó.

Cuando alguien muere el cementerio se llena fácilmente. Al ser un recinto pequeño, pocas personas pueden ocuparlo. Esquivan tumbas quejándose de la disposición organizativa, de las dificultades para atravesar el terreno. Duran poco sus visitas. Llegan, algunos lloran, otros aplauden, dan media vuelta y arrojando su mirada hacia el suelo, marchan. Ninguno advierte mi presencia, y yo jamás me acerco a desentonar.

Todos los días escucho al viento mover las hojas de camino a casa. Escucho ese aire que me falta. Será por eso que hoy me quedo. Hoy, yo estoy muerto.

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