Camina y su pie se confunde con la niebla. Es un pie que puebla contingencias, tan tenue que debe pisar fuerte para sentir los dedos en los zapatos; es un pie tímido pero hambriento. Camina sobre un papel poroso que derrite los contornos y los vapulea en formas indecisas. Podría tratarse de un hombre distinguido, un caballero, que pasea la soledad en un bastón de mango curvo en una ciudad norteña de calles desteñidas, con hijos, quizás, esperándole a la vuelta del puente, entusiasmados, con los ojos haciendo chiribitas porque allí, junto al muelle, venden barquillos.
No sabemos si camina para llegar o para encontrarse, o simplemente escape, como escapan tantos, porque el infierno les corteja por las noches. Hay que esperar a que las sombras difusas se asienten y que el tiempo deseque la humedad de los rincones, sólo así comenzamos aplicando otra capa más densa, siempre reservando los blancos, que son los limbos que conocen lo que se oculta tras las formas. Se envejecen las casas y los troncos de los árboles, llenándose de manchas centenarias, y el suelo se vuelve más sólido, identificable en las sombras que se proyectan en él. No hay camino, pero no importa. Aún. Tampoco hay niños esperando al otro lado del puente, no hay puente siquiera, y la figura se nos presenta más solitaria que antes. Tan desamparada en una luz de agua, aún suave y vacía.
Sólo hay un lago, que devuelve la soledad del caminante con impertinencia. Le acompaña y le susurra, con un murmullo animal que recuerda el de los sueños cuando intentan advertirnos. Cada paso se vuelve puntiagudo, todo se afila, sus piernas, sus brazos, las alas del sombrero, y penetra en su reflejo. No hay nada más terrorífico que el brillo satinado de su piel, que se esfuma en el agua.
Y no llega, porque no hay dónde llegar, porque todavía es pronto. Aplicamos capas más oscuras y detalles a plumilla. Un degradado requiere mucho cuidado; si se ejecuta mal, no hay posibilidad de corrección. Las lámparas de gas despiden una luz espesa que zumba y se esparce veloz. A lo lejos una Iglesia se presenta en metálico diapasón; las torres despuntando sobre las casas, los altos pináculos agujereando el cielo. En su pecho abierto, decorado con delicada tracería, un magnífico rosetón. Un ojo que absorbe con rabia la luz y la proyecta irreal en sus entrañas.
Es su hora. Como si comprendiera que el agua es más suya que su piel, que todo es tan lento de crecer, de averiguar. Basta con acoplarse despacio y dejarse invadir, como una tierra húmeda y brillante, bañada de sangre derrotada, que penetra en raíces y germina como tinta hasta trazar lo innombrable. Basta con eso: sentir las aristas para hundirse en el hueco y aprovecharse de él, tomarlo a la fuerza, o hasta que él mismo caiga rendido a sus pies. Hay que tener cuidado de los demonios blancos que se dejan coger para luego arrastrarte a las profundidades.
Puede oír la ceniza de una guerra que se sacude entre las casas, y las miradas, y los paseantes, líneas de tinta y agua a lo lejos. Es una guerra no escrita, que impermeabiliza los rostros y los vuelve ausentes. Es la guerra de espacios sin nombre, autopistas sin tránsito; es la guerra de los que esperan un final, una conclusión, que les permita seguir caminando, sin culpa ni temor. Miran el cielo y esperan que llegue, salvadora, como lluvia, que les termine, los últimos trazos por determinar. Porque acaso se ven incapaces, o es el cansancio, o la falta de pinceles suficientes.
Esa no es la cuestión, es algo más antiguo, piensa nuestro caminante. Y es que a lo mejor llegó a comprender; algo escurridizo, algo impreso en nuestra memoria que ignora que sabe, que sabe que ignora. Sólo intuirlo y ya uno se siente tremendamente sabio. Y viejo.
Sigue preso, traicionado por su reflejo, pero más libre que antes. Abre la boca para vaciarse, y así se llena. Sólo oye el agua en sus oídos, la tinta galopando en sus orejas, jugueteando con la nuca. Ya no queda nada. De él. Ya no es. Es, sin embargo, todo lo que puede llegar a ser. Es un ser potencial. Al salir del agua es pura energía abisal. Retocamos el lago esfumando con el pincel empapado.
Camina y su pie se funde. Es un pie que puebla contingencias; es un pie tímido pero hambriento. Camina sobre un papel poroso que derrite los contornos y los vapulea en formas indecisas. Podría tratarse de un hombre. Podría. Con hijos, quizás, esperándole a la vuelta del puente, entusiasmados, con los ojos haciendo chiribitas porque allí, junto al muelle, venden barquillos.
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