Respiré hondo en la terraza y volví a entrar. Otra vez, una invasión de moscas en el ventanal. ¿De dónde venían? ¿De dónde salían? Un poco de veneno y cayeron al piso. Bajé la mirada y ahí estaban, una vez más: la montaña de herramientas, trapos, tachos. Todo al lado de la mesa de la cocina. La puerta de una heladera vieja, que habíamos decidido usar como vajillero, no se abría. Era incómodo sacar algo de adentro, pero más incómodo aún era la cantidad de cosas que Santiago había acumulado en nuestra cocina.
Recuerdo cuando me mudé. Una amiga, psicóloga, me advirtió: “Es acumulador”. Pero como la casa estaba en construcción, desestimé el comentario. Me pareció apresurado juzgarlo. Además, en ese caos de maderas y materiales, también estaban mis cosas.
Con el tiempo, logramos reorganizar el espacio. Un intento de hogar. Todo listo. Redistribuidas mis pertenencias con las suyas, ya había lugar. Sin embargo, las maderas seguían ahí.
Insistí. Pasaron semanas, meses, años.
Cuando planeé mudarme a Tandil, tuve que elegir qué llevar. Lo esencial. Doné ropa, muebles, bazar. Me deshice del respaldo de mi cama, innecesariamente grande. Aprendí lo importante de desprenderme de lo que no sirve. Dicen que tu casa es el reflejo de tu mente. Que cuanto más ordenado está tu espacio, más despejadas están tus ideas. No lo dudo.
No es casual que en estos años atravesara crisis de pertenencia, límites, ruidos, trabajo. Y no es casual que mi humor cambiara cuando la casa estaba limpia y ordenada… como mi departamento de soltera.
Empecé a observar. Más maderas “por si acaso”, muebles sin terminar, compromisos con objetos que nunca empezaban pero ahí estaban… en nuestra casa. Materiales olvidados, oxidados entre el sol, la lluvia y la humedad. Pero Santiago ya me lo había dicho: soy yo la que siempre señala y nunca está conforme con nada, que nunca nada me alcanzaba.
Muchas veces me callé para no molestar. Para no ser como mi madre. Para no incomodar al hombre que llega de trabajar. Pero… ¿y yo? También trabajaba en casa. Entre reuniones, colgaba la ropa, lavaba platos, pasaba la aspiradora. Pero trabajar desde casa “no es trabajar”.
Esperé. Fui paciente. Cuidadosa con mis palabras. Hasta que no pude más.
Los primeros días me ilusioné. Santiago había escuchado. Pensé que entendía. Al fin y al cabo, yo también fui “malcriada” (consentida), y sin embargo aprendí. Cuando me fui a vivir sola, no tardé en incorporar hábitos. Claro, a veces no tenía ganas y dormía en un rincón de la cama porque el otro estaba lleno de ropa. Pero la mugre nunca me gustó.
Pensé en dejar todo tal cual quedaba con sus intervenciones. En no tocar nada. Pero me desquiciaba. Ordenar y limpiar era casi una necesidad. Pasar un trapo por la mesada y dejarlo al costado de la bacha me daba una sensación de satisfacción, aunque implicara haber descuidado mi trabajo real. A veces fantaseaba con sacar una foto para ver cuánto duraba la casa limpia, pero tener esa carta sería una pelea asegurada porque, en el fondo, no confiaba en que pudiera mantener el orden.
Una noche volvió de fútbol. Sintió el olor a desinfectante, vio el trapo húmedo en la entrada y guardó sus cosas en la habitación. Buen primer indicio.
Al día siguiente, las primeras señales del regreso al caos: un par de ojotas bajo la mesa ratona y su conjunto de trabajo tirado a por ahí. “Seguramente antes de acostarnos lo guarde”, pensé. Estaba equivocada.
Al principio, creí que Santiago, como yo, podía cambiar ciertos hábitos. Después de todo, tenía cuarenta y seis años, más experiencias de convivencia. Pero olvidé que cada uno tiene sus tiempos… y sus decisiones. Me di cuenta de que no tenía intención alguna de “hacerme caso”. Y que su actitud era más una rebeldía adolescente que una incapacidad real.
Cuando un día me dijo que ya se había cansado de intentar, que nada me alcanzaba, entendí.
Nunca fue cien por ciento responsable en algunos aspectos. Y ahí supe que no iba a lidiar con la educación del orden de un hijo y de un adulto que, paradójicamente, me señalaba a mí como la “malcriada”, mientras otros le pagaban impuestos, multas y alquileres impagos para evitarle problemas.
Entré a casa después de una batalla con las moscas. Vi su bolso de fútbol junto a la montaña de herramientas y trapos. Lo llevé a la habitación, junto con algunas de mis cosas. Pero él solo eligió ver que lo miraba mal. Y se enojó.
“Dejá de cagarle la vida a la gente”, “Dejá de romperme los huevos”, “Mirá el quilombo que tenés vos también”.
“Si no te gusta, mandate a mudar”. Siguió. Tercera vez que me lo decía desde que vivo con él. ¿Cuánto más iba a aguantarlo sin tomar una acción real?
Fue la última.
Me desbordó la incertidumbre. Mi cabeza escaneó mentalmente dónde tenía mis cosas. Me faltaban cajas, papel burbuja. Necesitaba embalar y salir de ahí.
Al rato, Santiago, con una sobreactuada tristeza y su tono soberbio me preguntó si quería que me ayudara a guardar. No me inmuté. Sabía que quien estaba en falta no era yo.
Puse una serie y lloré. Lloré mucho, al punto en que me dolían los ojos. Lo amaba. Pero hay cosas que no se negocian. Comunicación. Entendimiento. Respeto. Si una pareja quiere crecer, en cualquier aspecto, esas cosas no pueden faltar.
Santiago me habló. Me dijo que había cambiado, que había luchado, que había intentado. Que ya no sabía si quería seguir intentándolo. Que estaba cansado. Entendí que nunca comprendió lo que es estar en pareja. Las luchas del pasado no anulan las del presente. Ni mucho menos las del futuro.
Me acosté en la cama y automáticamente se fue al sillón. Intenté dormir, y eso no logré conciliar fácilmente el sueño. Mi cabeza iba tan rápido como una máquina de casino intentando encontrar las opciones que mejor encajaran entre sí. Mañana será otro día. Por suerte es feriado. El kit de embalaje deberá esperar al primer día hábil. Mientras tanto, habrá que lidiar con la incomodidad de compartir el mismo espacio, y empezar a reacomodar los días de ahora en adelante.
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