Ocurrió en abril de 1957.
Por entonces ocupaba el cargo de director de la Biblioteca Nacional.
Allí me encontraba cuando, buscando la Historia Natural de Plinio llegué, acaso de memoria, al anaquel preciso.
Cuando tuve el libro en mis manos, comprobé, no sin asombro, que las letras doradas del lomo habían desaparecido.
Creí haber tomado, por equivocación, otro libro.
Pero no, mis dedos reconocían los detalles de la tapa.
Tuve que admitirlo: mi vista de lector había desaparecido para siempre.
Sentí, de pronto, una amarga congoja.
Decidí salir de allí.
Llegué a mi despacho conteniendo apenas las lágrimas.
Cerrada la puerta, sin testigos, lloré; lloré con esa candorosa simpleza con que lloran los niños.
Pero pasado el trance, ocurrió lo inesperado: con las lágrimas había desaparecido toda mi angustia.
Hube de admitirlo: ahora me sentía mucho mejor, casi feliz.
Comprendí entonces que nuestros ojos, ya antes de ver, han llorado.
Acepté, así, mi destino, pues si mis ojos habían perdido luz, Dios, en su infinita misericordia, les concedía aún el íntimo consuelo del llanto.
OPINIONES Y COMENTARIOS