11 de junio de 2015.
Hoy es nuestro último encuentro como iguales, hoy despierto de mi falsa realidad. Esta mañana, hasta las sábanas son presas del pánico porque me levante. Está lloviendo allá fuera, las gotas golpean el cristal con debilidad, pero están más seguras que dentro, aquí hay tormenta desde hace varios días.
Los recuerdos intentan consumirme desde bien temprano, en apenas unas horas me enfrentaré al compromiso de la sinceridad, dejaré de ser sólo su mejor amigo a quizás, un extraño de nuevo.
Desde que quisimos conocernos tras el corto suceso de un punto en la petición de amistad de una red social, supe que había elegido, pero elegido de verdad, era una de esas pocas veces en las que la vida decididamente le convencía a uno de que estaba en lo correcto.
Paso el día buscándome en mi habitación y encontrándome en la ducha, me afeito cuidadosamente antes de cortarme, pierdo los nervios, me agito el pelo, me muerdo los labios y huelo mi colonia buscando alguna sensación reconocible.
Escojo la ropa del armario como si de ella dependiera lo que pasase hoy. Me decanto por algo oscuro, es mi forma de vestir favorita, y quién sabe, igual he acertado.
El camino hasta encontrarnos ha sido presenciado por la página de un libro que no he sido capaz de pasar tras haberla leído más veces de las que recuerdo haber pestañeado en un minuto. Era capaz de leer línea tras línea pero como quien oye pero no escucha, vaya.
Llego a la última parada y trago saliva según se abren las puertas, acaricio las paredes de la estación y me sujeto el vientre con la otra mano, siento un hueco vacío fuera de lo normal.
Al fin llegó el momento de esperar su puntualidad. El sol ilumina Madrid y su luz aún quiere colarse en la salida de metro en la que le espero. Me asombra la escena cinematográfica que presencio cuando viene a saludarme, camina a cámara lenta y perfectamente coordinada con la canción que suena en mis cascos, viste sencilla, guapa y humana.
Le doy dos besos de estos que suenan al darlos y le abrazo prolongadamente oliendo su perfume, el cual me evoca una sensación de hogar indescriptible. Como lo hago cada vez que la veo, no se extraña.
Se me atragantan las palabras los primeros treinta minutos mientras busco desesperadamente alguna terraza para tomar algo. Llevo un libro en la mano y es la excusa perfecta para dejar de atormentarme con el final del día, puedo huir de mi mente hablando de historias que he leído durante horas sin siquiera pensarlo.
Tras no dejarme pagar el consumo de ambos refrescos, -siempre nos turnamos para invitarnos-, se levanta con avidez y coge su bolso de la mesa con una suavidad que casi me paraliza. Vamos a ver un documental sobre los derechos humanos y como siempre, nunca llegamos pronto.
Las butacas tienen unas reposaderas muy gruesas, como si la tensión en la que viven nuestros cuerpos o al menos el mío, no fuera ya suficiente. Al cabo de quince minutos es inevitable, sus gestos impulsivos y nerviosos, hacen que acabemos acariciando nuestras manos como si estas bailasen paso lento y el silencio fuera su melodía idílica.
No puedo concentrarme, sé que el ser humano no es capaz de percibir su propia circulación, pero en ese momento, yo era capaz de sentir hasta el último eritrocito.
A la salida del cine, me encuentro con un montón de conocidos que no dejan de saludarme cuando sólo quiero ser un desconocido y despedirme. Cuando lo consigo, suspiro esperanzado y acto seguido, quiero volver a hacerlo.
El trayecto hacia el metro es pausado, sin embargo, este llega enseguida. Con ella, ni siendo mudo podría dejar de hablar, ni el dejar de hacerlo es incómodo. Nos fijamos en cada gesto que encubren las personas del vagón, unas veces sentimos lástima y otras curiosidad, el deseo de ayudar a quien lo necesite envuelve nuestros corazones.
Observo abstraído de reojo su perfil, pretendo memorizar cada mirada que me ofrece como un loco obsesivo, y es su sonrisa la que me vuelve cuerdo. Ahora se está riendo de mí, ya podéis imaginaros la gratitud que siento hacia esta mujer, la adoro.
He pensado largo y tendido varios días sobre este asunto, y por mucho que hayamos planeado algo, siempre sale tal y como jamás lo imaginamos, mejor de lo que esperábamos.
Jugando con la inocencia de ver quién llega antes a nuestro destino por un camino o por el otro, nos separamos hasta volvernos a encontrar cerca de su portal, y es que como siempre le acompaño, tuve la oportunidad perfecta. Le pido amablemente que me invite a subir a sus escaleras para sentarnos y hablar, que tengo algo importante que contar. Obviamente, se asustó y sorprendió a partes iguales.
No recuerdo haber contado en otra ocasión de mi vida con tanto ahínco los escalones de unas escaleras, lo hice hasta el sexto donde nos establecimos, y si no me hubiera dado número par, no habría estado satisfecho.
Bien, se sentó dos peldaños más abajo y dispuso toda su atención a mis órdenes. Yo me posicioné tal y como quien cree que nadie le observa. Contuve mi respiración como si me sumergiese varios segundos en el agua para buscar algo en la arena hasta encontrarlo y me tapé el rostro con las manos.
Ahora sentía el efecto contrario al relatado en la sala de cine, había dejado de sentir mi corriente sanguínea, mi cuerpo se había vuelto inerte y los músculos se me habían agarrotado.
La ventana dejaba entrar los resquicios del atardecer hasta mi figura y el cielo me enseñaba cuatro años de amistad en un instante. Os prometo que pude visualizar el tiempo de manera física, el espacio desapareció de mi razón y aquella tarde quedó grabada en mi memoria, como si hubiera reservado un bote de cristal en mi cabeza toda mi vida sólo para almacenar en él todas las sensaciones que estaba viviendo en esos últimos segundos.
Moví mi cabeza en su dirección y una lágrima paseando en mi mejilla avisó del proceso y su final.
Lo siento, pero…
Estoy enamorado de ti desde que te conocí.
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