A la mar agitada.

Siempre me gustó más la mar cuando está agitada, cuando el viento sopla y las olas se arremolinan mientras arremeten contra la arena.

Al contrario de la mar calma (que es agradable para zambullirse y relajarse), a la mar agitada me gusta contemplarla, sentirla, olerla y volverla a mirar para así entender la belleza que hay en su caos de olas; para asomarme (aunque sea por un rato) a la antigua sabiduría que se esconde en su vaivén; para apreciar la hermosura que hay en lo solitario y para sentir (aunque sea solo un instante) que esa misma soledad se acerca y le da un breve abrazo a la soledad de mi alma.

La mar agitada huele a poesía, a amores no correspondidos, a lágrimas y a desconsuelo. Pero (y esto es lo más irónico y contradictorio) la mar agitada también huele a calma; a la serenidad que sólo puede ser propia de algo que ha sido como es desde que el mundo se creó.

A la mar agitada me gusta mirarla, me gusta observarla mientras lucha por arañar con su espuma un centímetro más en la arena, mientras todo su poder se mantiene violentamente a raya; mirar la soledad de su infinita extensión y, más que mirar, ver en ella el más anhelado de los deseos del alma humana.

A la mar agitada me gusta mirarla y me gusta considerarla una amiga de las mejores… las que acompañan la soledad y aconsejan sin aconsejar.

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