El desconsuelo indómito abate a las hermanas Mereles que no se han separado del cajón donde yace su abuelo, esta tarde inmóvil, en el rasguño de la primavera. Un cementerio colmado de vacío repite el llanto entre tanto eco de tumbas, entre tanta lápida blanca y escrituras sagradas, desdibujadas por el olvido, por la culpa y por el polvo etéreo de los huesos desgastados. El frio ronda sin perturbar el sollozo de las seis hermanas, que parecen mil cuando le clavan la mirada al féretro y lo descascaran queriendo rescatar a su abuelo en la soledad de la muerte. Sienten cómo respira; el chillido asfixiante les acribilla la conciencia pero saben que la salvación solo es divina. El sol ya se ha ido y el funeral empieza a envejecer. Ellas continúan firmes, tan unidas, extenuadas de congoja por esa angustia que aprieta los zapatos haciendo sangrar a los dedos. Viejo tosco y rabioso; las hermanas Mereles lo recuerdan los veranos debajo del tilo, con su pantalón amarronado y su camisa rayada blanca y negra; desprolijo y barbudo se afeitaba cada tanto, cuando una de sus nietas se lo hacía recordar. Ahí estaba, reposando sobre una banqueta oxidada, con goma espuma grasienta pero confortable hasta la médula porque las siestas de sentado lo desencajaban en su mundo atroz, saciado de vino chabacano y barato, excedido de alcohol tibio y rancio. En medio del calor de las tardes, el tilo no daba abasto con la sombra y las ramas padecían la humedad con su savia transpirada y chorreada hasta el piso. El viejo roncaba el agobio de los años; desdibujado y patético la edad lo maltrataba a palazos y le arrugaba la piel gruesa y atezada. Despertaba de su embriaguez y con la sangre perversa, rengueaba agitado hasta alguna de sus nietas para enquistar el ardor de la ira y acometer contra la inocencia de sus almas. Al rato descansaba nuevamente bajo el tilo mientras retomaba el aire del verano y se empapaba de vino venenoso hasta el anochecer, cuando los grillos destemplaban en la oscuridad. Y así los días se repetían, casi iguales, pérfidos, asquerosos, vibrantes de quejidos sordos que se perdían en el fondo de la casa, allá donde el pastizal se devoraba el tronco de los limoneros. Las hermanas callaban; unas con otras pactaban el silencio para evitar que la muerte les arrancara el pellejo. Se amaban las seis, todas juntas; tan solas y pequeñas en la atrocidad del mundo paradójico, enmudecido de historias fantásticas y cuentos de princesas. Quizás esa noche el coraje fue más fuerte y el desafío a la inmunidad recobró el color del amor, cuando las mandíbulas ya extenuadas de masticar bronca se daban por vencidas. Quizás alguien, desde otro rincón, les habló al oído y las convenció, tomándolas de la mano sin soltarlas siquiera, guiándolas en su propio ardor, empujándolas al olvido como la única salvación. Es que las hermanas Mereles, pequeñas e indefensas, jamás pudieron acribillarle el corazón, y esa madrugada de valentía y de grillos precipitados, el arroyo las adormeció.
La peor carcoma consume las entrañas del abuelo de las Mereles, atosigándolo con la culpa tormentosa, sentado solo bajo el tilo, ya no pudiendo dormir a las tres de la tarde ni a las doce de la noche. El vino le derritió las venas, y apenas si junta fuerzas para sudar cuando el gemido infantil le sacude lo que queda de su alma, cuando el remordimiento lo golpea frente a la tumbas de sus seis nietas; cuando la conciencia carga invertida y la muerte lenta en vida aprieta los zapatos, haciendo sangrar a los dedos.
FIN
OPINIONES Y COMENTARIOS