En defensa nuestra

Voy a hacer esto en un solo envión, sin rodeos: en cuestiones de comida yo estoy tan condenada como cualquiera. Cargo con la angustia tanto como la siguiente comensal. Entiendo que el ritmo de vida de hoy no deja alternativa. El tiempo no alcanza y todo tiene que ser rápido, inmediato. Pero por favor, escuche mi discurso y entienda que, aunque sesgado por mi “condición”, es honesto, me nace del corazón y solo busca justicia.

Los lugares de comidas rápidas (sería una desorbitada equivocación llamarlos restaurantes) nos han invadido. Son una plaga, cucarachas modernas que, camuuuuufladas por sus campañas publicitarias, planean tomarse el muuuundo. Se mmuuuuultiplican de forma exponencial, igual que la basura que venden, y nada podrá evitar su desmesurada expansión. Y no es que no se conozcan las consecuencias del consumo desenfrenado. Las hemos visto crecer bajo nuestras narices ignorando el vaho a organico en descomposición que les acompaña ¡Heliogabalismo ciego es lo que es! ¡Total inconciencia! Las grasas acumuuuuuladas en dichas comidas son sacos de arena que furtivamente están construyendo barricadas arteriales y terminarán reventando a todos desde adentro.

Entiendo que no debe ser fácil negarse a la sensación viscosa que deja en los labios el mordisco de una pizza. Entiendo el antojo que debe generar esa suave picada de la mostaza o el incierto olor de la salsa rosada. ¿Qué mejor que un perro caliente cuando no hay tiempo para cocinar? Se consigue en cualquier esquina, con todo tipo de adiciones: cebollas, pepinillos, papas, ¡hasta piña! La dicha de hundirle los dientes rompiendo la tersa piel de la salchicha (lo adivino en sus caras), permitiendo que su suave interior y sus jugos rueden sobre la lengua, parece una cuestión casi mística.

Entiendo la adoración por la comida “chatarra” y la llamo así sin pelos en la lengua, aunque me venga como insulto. A pesar de que se conoce el aumento de los problemas de obesidad y los desórdenes cardiacos, parece que nunca dejarán de consumirla. Pero las cosas deben mantener un equilibrio y eso es lo que está fallando. En la carrera capitalista lo que más rápido se ha muuuuultiplicado son las hamburgueserías. Es imposible desplazarse unas cuadras sin ver por lo menos tres payasos burlones invitando a dañar la dieta. Ahora Justito y Pepito y Menganito tienen local y ponen su firma delante de la palabra “Burgers” y listo, sus ventas se disparan por el cielo. Hasta movidas “foodies” para calificar la mejor hamburguesa han estallado en redes sociales y comer el emparedado de carne a precios a ras de piso anda “trending” en la sociedad “millenial” de hoy.

Lo cual nos lleva al punto clave de esta diatriba: cerdos hay muuuuuchos, demasiados, y sé que a esos ignorantes poco les aflige que les den de comer toda una vida para terminar en el matadero. Entonces ¡sigan comiendo perros calientes! Usted dirá que para la pizza es indispensable el queso, ¡vale!, me ofrezco para jornadas de ordeño extra en la mañana. Lo demás, tomates, vegetales, masa, para eso hay verdura y trigo para harina de sobra.

Pero la carne para las hamburguesas… Por favor, ¡no más! ¡Esto es un abuso! Algunos hasta se enorgullecen poniendo carteles que anuncian cuantos cientos de millones han vendido. ¿Y quién piensa en nosotras, las víctimas? ¿Ah? ¿Quién? Nadie…. ¡Nadie!. Las sanas y naturales entre nosotras ya están en vía de extinción. A la mayoría nos hacen engordar entre corrales que ni nos dejan caminar mientras nos llenan de hormonas y sustancias tóxicas, inflándonos como globos. Pronto no seremos más que una masa muuuuuuuuuutante, genéticamente modificada. ¡¿Qué comerán entonces, ah?!

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