Vivía con mis padres en San Javier de Lídidice, un pequeño poblado al pie de una montaña. Mi madre y yo solíamos caminar algunas tardes en un parque cercano a casa.
Uno de esos tantos atardeceres que caminábamos, algo que se movía entre las hojas secas llamó mi atención. Al acercarme observé un pequeño pájaro que intentaba levantar el vuelo, cuando estuve a su lado el ave trató de huir, pero volar no podía, una herida sangrante en una de sus alas lo impedía.
—Mamá, mamá, es un pajarito herido, —dije a mi madre.
Mi madre se acercó y observó el pájaro herido.
—Hijo, es necesario llevarlo a casa para curarlo, —respondió mamá
Entre mis manos lo tomé y a casa lo trasladé. Mi madre y yo curamos la herida, le dimos agua fresca y comida. En una caja de cartón, dos retazo de telas coloqué, para que sirviera de nido mientras sanaba su herida. En la tapa de la caja abrí pequeños agujeros que le sirviera de respiradero
Al llegar la noche colocaba la caja en el marco de la ventana de mi habitación. Al amanecer, antes de irme a la escuela con migas de pan lo alimentaba y agua fresca vertía en un bebedero y al regresar del colegio curaba su herida. Así pasaron los días y fue sanando la herida. Las veces que abría la caja el pajarito huir quería, pero su ala enferma se lo impedía.
Transcurrieron dos semanas y una tarde cuando a curar su ala me disponía, al abrir la caja, el pajaro el vuelo levantó y sobre la rama de un arbusto se posó. Allí estuvo varios minutos mirando a todas partes, como tratando de orientarse hacia donde iría. Esperé un largo rato hasta que se alejara e hiciera su vida, pero no fue así, descendió al suelo y comenzó a picotear como buscando comida. Mientras comía pude observar con detalle su hermoso plumaje: negro en todo el dorso y color vino tinto en su abdomen tenía. Era un cacagüero, pájaro muy conocido en mi país por su bello canto y hermosos colores. A los pocos minutos, el cacagüero alzó el vuelo hacia la lejanía.
Después de varios días de ausencia, el trinar de un pájaro una mañana me despertó, miré por la ventana y el cacagüero sobre la rama del arbusto cantó. Salí al patio, tiré migas de pan al suelo y agua en un envase coloqué. El pajarito comió, bebió y luego sin rumbo cierto se alejó.
Al regreso del colegio en la rama del arbusto lo busqué pero no estaba, tampoco su canto escuché. La siguiente mañana con el bello canto del cacagüero, nuevamente desperté
—Viene a buscar comida, —me dije.
Salí de la habitación y tiré migas de pan al piso, pero Tuti una pequeña tortuga, que mi hermano Enrique tenía quiso también comer. El pajarito y Tuti, juntos comieron y grandes amigos se hicieron. Mientras Tuti bebía agua, el pajarito se posaba sobre el caparazón de su amiga y se bañaba en el bebedero. Al ver la amistad entre los dos pequeños animales bauticé al pájaro con el nombre de Quique en honor a mi hermano Enrique, que desde pequeño ese apodo tenía.
Pasaron así los días y todas las mañanas Quique aparecía, posado sobre la rama del arbusto o encima del caparazón de su amiga, entonando su bello canto como anunciando que comer quería. Al acercarme a él para alimentarlo, no intentaba huir ni rechazaba mi cercanía, por el contrario, cerca de mí siempre estar quería y muchas veces en mis manos las migas de pan comía.
Mi padre estuvo atento a todos los cuidados que a Quique yo brindaba. Un día mi padre llegó a casa y trajo consigo semillas de alpiste y una jaula.
—Esto es para Quique, —dijo mi padre.
—Gracias papá, —respondí alegremente.
Mi padre buscó un lugar en el patio de casa para colocar la jaula, donde Quique estuviese protegido del sol, la lluvia y de los gatos que merodeaban por los tejados, porque cazarlo querían.
Una tarde estaba yo sentado en el patio de casa y escuché el canto de Quique, giré la cara y lo vi posado en la rama del arbusto, descendió al suelo y allí comenzó a picotear, entonces busqué semillas de alpiste y las coloqué en mi mano, el pajarito fue acercándose hasta comer en mi mano. En ese instante lo atrapé y lo introduje en la Jaula, Al verse encerrado, Quique comenzó a saltar de un lado a otro del enrejado de la jaula tratando de escapar. Fatigado de dar tantos saltos, sé paró en el listón del medio y allí miraba a todas partes. Así estuvo toda la tarde, como extrañando su libertad. Así quedó hasta el siguiente día.
Al amanecer no escuché su cantó, me acerqué a su jaula y estaba quieto, introduje el dedo entre las rejillas de alambre para acariciarlo, pero sentí el enfado que tenía conmigo, porque su libertad había perdido. Sus alas, los parpados y el pico estaban caídos por la tristeza que llevaba consigo.
—Papá, Quique, está triste y no quiere comer, —dije a mi padre.
—Hijo, déjalo, él se acostumbrará, —respondió mi padre.
Preocupado me fui a la escuela, mientras caminaba rumbo al colegio, mi pensamiento no se apartaba de Quique, tenía miedo que se enfermara y muriera. Al regresar a casa en horas del mediodía, Quique, triste se mantenía. Sentí culpa y decidí abrir la jaula y devolver su libertad. Prefería verlo feliz en la distancia, que triste al lado mío. Pasaron varias semanas y Quique ausente seguía. La ausencia de mi amigo disipó mi alegría. Lloraba, quizás por culpa de haberlo encerrado o pensar, que jamás volvería.
Una mañana escuché el trinar de un pajarito y de prisa me levanté, al mirar por la ventana Quique había vuelto y sobre el caparazón de Tuti estaba. Sentí mucha alegría y corrí a su encuentro. Comió alpiste con mucha prisa, sobre la rama voló y luego se alejó. Ese día feliz yo estaba, porque Quique a casa volvió.
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