Retrato de un héroe

Retrato de un héroe

Jorge Becerra

08/08/2020

Todas las mañanas con olor a tufo y algún perfume raro que no identificaba, Rudecindo Rodríguez se levantaba, se rascaba, a veces ni se bañaba y se alistaba para salir a trabajar al cultivo. En ocasiones alistarse era solamente ponerse las botas de caucho, porque se acostaba con ropa pues nadie se la quitaba. Así llegaba de la tienda. Los atavíos que usaba: las camisas, las camisetas y los pantalones, eran más grandes que su talla debido a que eran regalos de sus hijos o hijas de prendas usadas que ya no usaban, porque él no se compraba ni un par de medias. Eso sí tenía que amarrarse bien los bombachos para que no se le descolgaran por el peso del machete que cargaba en el cinto. Generalmente los cachirulos que utilizaba eran de tela. Y salía caminando, como torciendo el torso, basculante y esto era a causa de las pesadas botas y el navajo, para luego con actitud y determinación remangarse la camisa y deambular a sus anchas.

En el camino hacia el cultivo y atravesando el pueblo casi que debía dejar el brazo levantado, pues saludaba a todo el mundo. Le faltaba solo ir de casa en casa reverenciando a todos. Esta rutina la hacía una infinidad de veces y si se encontraba con alguien se despedía una y otra vez como si no quisiera irse. Cuando el vecino estaba muy lejos para congratularle simplemente hacía un ademán con la cabeza hacia atrás como diciendo “que hubo”. Pero eso sí, si hablaba con alguna persona sabía si era buena o mala y si identifica que le podía dar confianza, al minuto tres ya lo estaba abrazando e invitando a una “agria” en la gallera. En estas faenas de abrazos matutinos, el municipio entero se informaba de la conversación porque hablaba como en la finca: a gritos. Costumbre adquirida por tener que llamar a los trabajadores en el campo a voz firme. Obviamente no era estratégico contarle un secreto.

Para llegar a la finca donde trabajaba siempre usaba los caminos más cortos que generalmente eran trochas o sendas por entre la maleza, abriendo pista con el machete para así llegar más rápido. Y en el trayecto cuando empezaba a hacer como una brisa leve, levantaba el dedo índice derecho y pronosticaba con una precisión casi científica a qué horas iba a llover y como casi nunca se equivocaba, andaba preparado. Incluso desde la mañana ya sabía. No advertía que hay una profesión que solo se dedica a eso.

En el cultivo, era un master. Araba el sembrado, estaba pendiente de los fungicidas, de escoger las semillas y de recoger la siembra de la otra labranza. No había distracción alguna, era todo un profesional. Hacia el mediodía pasaba a almorzar sus libras de arroz, papa, carne y aguacate que no podía faltar, pero así tenía la energía del día a día. Podría pensarse que era una dieta rica en calorías, pero Rudecindo Rodríguez tenía suficientes actividades para quemarlas rápidamente. Temprano también, sacaba tiempo para el ordeño, otra labor que dominaba magistralmente. Cuando lo llamaban para almorzar era sabido en la plantación que él era el que le avisaba a sus compañeros de siembra, con un chiflido, donde no usaba sus dedos como los mortales, sino que el silbido le salía de entre el orificio que está en medio de los dientes separados y el canino ausente. Era un sonido puro.

También era apreciado en el sembradío por sus técnicas para coger frutos de los árboles, que podían parecer sencillas a simple vista, pero no era tan así. Para bajar naranjas, limones o mandarinas, sabía cuál era el movimiento adecuado con el que debía sacudir el árbol. Era todo un maestro. También cuando iba al mercado y previo haber visto los aguacates solo atinaba a cogerlos como un capacho a ver si tenían la pepa suelta. Ese era el medidor. Igual al comprar papa él mismo las escogía en el mercado y ya no se las pesaban, porque el Rudecindo sabía exactamente cuántas papas hacían una arroba.

Para comer era lo más despreocupado y podría decirse: hasta barato, pues nada le hacía daño. Podía comer batatas con leche o frijoles fríos con yogurt y su estómago seguiría siendo de gavilán. Resistía toda la comida, a cualquier hora y a cualquier temperatura. Como no miraba las etiquetas nutritivas de los alimentos, no sabía que era el gluten, la lactosa o la cafeína. Nunca iba al médico porque jamás se enfermaba. Sin embargo no era de hierro, sufría por dentro y a veces hasta le daba gripe. Le habían repetido sus queridas y sus amigotes que se hiciera un chequeo médico general, pero no había tocado un hospital en su vida, no los conocía y prefería seguir diciendo que de algo se iba a morir. Cuando le asestaba “el sereno” que es como cambiar de temperatura bruscamente y esto no era frecuente, pescaba un resfriado, pero eso no era problema. Llegaba a su casa, preparaba un agua de panela con limón y la receta infalible de su abuela: agregarle una cucharada de miel. Al otro día se levantaba como decía él como un “lulo”, es decir “bien” o “alentado”. Tampoco se quejaba del resfriado y si le había dado muy duro como para irse a la cama simplemente no le ponía atención y seguía como si nada.

En su lista de los platos más exquisitos que había degustado, figuraban: una iguana, que atrapó una vez en el solar de su morada y se fue directo a la olla. También culebra porque desde sus abuelos comer ofidio era un plato de cardenal y esto también se lo creía; por eso víbora que agarraba también iba para el perol. Además decía que le sabía a pollo. Cuando de atrapar una gallina se trataba, era el más experto. Conocía como cacareaba y graznaba una pita, se conocía todos los sonidos guturales del animal y los imitaba, luego entraba en confianza con la fiera y ¡zaz! Ahí estaba el plato del día. También había tenido caballos y los había bautizado de todos los nombres posibles: el azafrán, el inquieto, el bolas, el carcamán, el azulejo y así una lista larga de nombres que no se le olvidaban y si los hubiera tenido a todos al frente los llamaría a cada uno por su nombre.

En las tardes luego de juntar el ganado para encerrarlo después del pasteo, se iba caminando hacia la tienda del pueblo donde se encontraba con sus amigotes y al calor de unas “agrias” como le llamaba a la cerveza y sentado en sendos bultos de papa y cebolla, departía felizmente con su muchachada. A veces alguno de ellos cargaba con una guitarra para cantar y echar cuentos, hasta que las chelas hacían su trabajo y allí caían muertos de la risa. Algo que sí le gustaba mucho era contar chistes y más joven los apuntaba porque decía que siempre debía tener el chascarrillo para las reuniones con sus amigos; posteriormente con los años se grabó dos o tres chirigotas que siempre repetía, pero no fallaba. Había que entretener a sus seguidores.

Los viernes muy a las 6 de la tarde ya estaba listo con su mejor traje; es de aclarar que éste día, era su día y así salía más temprano, porque lo esperaba la gallera. Cuando partía de la finca al atardecer y se le hacía noche, a pesar de llevar siempre una linterna para alumbrar el camino, no la usaba. Veía perfectamente. Había agudizado el sentido de la vista de ver tanto en la oscuridad, a tal punto que parecía un gato.

Allí iba con sus camaradas de nuevo pero esta vez a apostarles a los gallos. Alguna vez los tuvo de pelea, empero los dejó después de haber perdido tres veces seguidas. Sin embargo era arriesgado y le iba mejor apostando, claro que esa platica no se le veía porque se quedaba en el local de los bultos. Allí en el evento era extraño el día que no peleara, ya por causa de que no le pagaran, a razón de que le embolataran la apuesta o simplemente por un motivo: tenía que pelear como fuera. En ocasiones cuando no había con quién enfrentarse, la contienda la cazaba con sus propios amigos, a puño limpio o con machete en mano, pero solo con planadas porque no quería estar en la cárcel. Parece que ese era un pacto de caballeros. Al final todos tirados en el suelo, adoloridos por la golpizas de uno u otro lado, se levantaban y terminaban la juerga alrededor de unas Pilsen y todo volvía a la normalidad.

Desde esa época siempre cargaba el machete en el cinto, que hasta hace un tiempo solo se lo quitaba para ir a la diversión de los gallos, pero desde la última riña, ya no lo dejaba un segundo, no faltaba que alguna vez si fuera en serio y no con “planazos” como en una de tantas refriegas que tuvo en la gallera, donde de una trompada le bajaron los últimos dos dientes de enfrente, bueno un canino y uno principal, que entre otras cosas era razón de que chiflara tan bien.

A Rudecindo Rodríguez otra cosa que le encantaba hacer entre una y otra pola, era comparar su reloj con el de sus compañeros: generalmente cuarzos chinos que solo marcaban la hora digital y la pantalla generalmente estaba desenfocada de la mica. Se aproximaba a su amigo y le decía, “se lo cambio” y lo intercambiaban sin más. Al otro día se arrepentían, pero ya no había nada que hacer, esto se debía definir a los puños en la gallera, pues había un pacto de sangre de por medio en el negocio.

También fumaba como una chimenea. Yo le decía hasta la saciedad que era malo para la salud, pero le daba lo mismo y me interrumpía diciendo: “mijo de algo nos tendremos que morir”. Era su día a día y es lo que le daba momentos de tranquilidad.

Vivía solo. Bueno con su perro, el Ananías, que lo había recogido por ahí de la calle y lo acompañaba a todas partes. Ananías era como él. Tampoco se bañaba, creo que si alguna vez lo hubieran bañado habría mordido a su amo. Cuando llegaba de la gallera generalmente y antes de dormir a Ananías, conversaba con él y a veces lloraba recordando sus amoríos: a las que amó y a las que lo dejaron. Ananías solo lo miraba con ojos de compasión.

Pero no le molestaba vivir solo y con el Ananías, ya estaba acostumbrado y no podía hacer otra cosa, pues cuando se casó con la Romelia ya hace un tiempo, entre juerga y juerga conocía una que otra chica en la gallera, en la tienda, donde fuera o donde lo cogiera la noche. Igual no lo recordaba, pero bromeaba con sus amigos diciendo que era muy responsable porque a cada hijo le tenía su mamá. Y no era broma. Tenía 7 hijos con 4 mujeres diferentes. No tenía, de todas maneras, demandas por alimentos, ya que eso no existía o no se sabía que era, pero se las arreglaba para sostener a todos sus críos y a sus mujeres. A veces alguna de ellas estaba de buen humor o quería volver a juntarse con el Rude, como le llamaban sus queridas y dormía en casa de cualquiera de las muchachas, sin compromiso. El Rude era cosa seria. Sus dos esposas y sus dos amantes no peleaban entre ellas, porque ya habían perdido la pelea. Sabían que por más que lo intentaran el Rudecindo no iba a cambiar o a preferir a una de las damas por encima de las demás, eso al menos lo tenían claro, al igual que si lo demandaban no recibirían el sustento para sus hijos. Así fuera poco pero el Rude les proveía. Entonces mejor que quedara así.

La Flor una de sus queridas y la Romelia su primera mujer, tenían hijas e hijos grandes y estos a su vez ya tenían sus vástagos, pero cuando nacieron el Rude no estaba ahí porque se encontraba en la gallera o se hallaba borracho, por eso no se sabía los nombres de los nietos y de los otros herederos más chicos ni se acordaba, solo cuando se lo llevaban para que los saludara. A las reuniones familiares algunas veces Rudecindo Rodríguez iba, otras no y si aparecía, era borracho y aguaba la fiesta; no obstante se prestaba para hacer la natilla, pues la hacía de memoria. El último festejo al que llegó fue el de diciembre pasado, porque además era un lío no saber a qué casa tenía que ir y menos pensar en dar un regalo; sin embargo a él si le daban regalos. Entre esos un teléfono celular “flecha” que sólo recibía llamadas y que le había regalado su hija. Nunca tenía señal y menos cobertura. Empero nadie lo llamaba ya que no le daba el número a ninguna persona, porque no sabía cómo buscarlo en el celular y era muy largo para aprendérselo.

Las festividades era la única ocasión del año en que trataba de bailar y prácticamente era el show porque no sabía moverse. Era un periquete divertido. También era el momento para que sus hijas trataran de tomarle fotos, que entre otras cosas, no le gustaba porque decía que salía mal o que nunca estaba bien arreglado, pero le insistían hasta que lo lograban. Era la razón por la que prefería la pintura del artista del pueblo cuando se casó por primera vez y donde posaba junto a su esposa, en traje, como si fuera un montaje. Solamente en los cumpleaños de sus nietos tomaba coca cola para acompañar con el ponqué, pero se inclinaba más por la cerveza en todas sus temperaturas.

En estos momentos de unión familiar que eran las fiestas de diciembre, por única vez en todo el año se le afloraban los sentimientos paternales y de abuelo y se ponía a relatar cuentos e historias. Narraba cuántas veces había visto al mismo “viruñas” y todas las brujas que lo habían perseguido borracho de camino a casa. Incluso que alguna vez se le enfrentó al diablo y casi le vende el alma, de no ser que lo había insultado y según él lo había sacado corriendo. Hablaba de los menjurjes para calmar los dolores y de cómo hacía las veces de sobandero cuando el oficial del poblado no estaba. Detallaba las bebidas o brebajes para curar lo que fuera con las matas que encontraba en el camino. Porque también era médico, anestesiólogo, psiquiatra, psicólogo, yerbatero, chamán, brujo y sabía de los beneficios de la ruda, el paico, la manzanilla, la menta y la hierbabuena. De hecho en la fiesta de la Virgen del Carmen, que acudía sin falta cada año, le habían regalado un escapulario que lo cargaba en el cuello porque le dijeron que lo protegería de cualquier mal. Por eso los poblanos lo llamaban para alejar espantos, males o brujerías y era invencible pues sacaba, como escudo su insignia sagrada y con ella santificaba cualquier cristiano.

Luego de la tremenda jornada cultural, al otro día de la fiesta se levantaba muy a las seis de la mañana, como un relojito, porque no tenía despertador, decía que era un «despertador humano». Hacía el café y cogía la olla con la mano metiendo el dedo pulgar – el de la uña larga – en la bebida y nadie sabía cómo no se quemaba las manos. A pesar que había bebido toda la noche, incluso hasta el agua del florero, no le daba ni una pizca de guayabo o resaca. En la noche cuando llegaba a su casa escuchaba noticias en un radio transmisor de pilas de onda corta a.m. monofónico y generalmente se quedaba dormido y como no suena bien tampoco se enteraba que es lo que estaba pasando. Temprano antes del café con pan también escuchaba las noticias y eso si el radio funcionaba. La primera noticia que lograba escuchar claramente, la creía a ojo cerrado. Cuando dormía o en el día no le picaban los zancudos. Algún amigo le dijo que por la cantidad de alcohol que tenía en la sangre, los zancudos lo olían y se iban, por eso no lo picaban, él se lo creyó y es la razón para que tomara más cerveza. Porque para dormir si era exigente, No le gustaban los colchones muy blandos, porque decía que eran para señoritas y si algún día detentaba dormir en el piso o en una tabla ya estaba acostumbrado. Incluso durmió durante mucho tiempo en una estera. Sabía que atesoraba un ángel de la guarda que era al que le hacían rezar de niño y también sabía que si le rezaba nunca lo desamparaba, por eso le rezaba todas las noches, sin saber cuál era su ángel.

Para las entidades del estado Rudecindo Rodríguez no existía, no estaba en ningún registro, tampoco tenía seguridad social y al cabo que ni le importaba. Escasamente el único documento de identificación que poseía era el acta de nacimiento y el número de cédula, que la verdad no recuerdo si la tenía. Nunca había tenido un crédito, ni una cuenta bancaria, porque decía que el mejor banco en esencia estaba debajo del colchón de su cama y por eso no tenía problemas de deudas, no hacía filas y pagaba en efectivo. De política no tenía ni idea. A veces el alcalde y algunos concejales del pueblo, que escasamente poseían la educación secundaria iban a visitar las fincas y hablar con los trabajadores, más en época de campaña y a todos les decía “doctor” o “patrón”. Tampoco se informaba de las votaciones solo en el momento en que iba el corregidor y los concejales a convencerlos, pero igual no les hacía caso. Nunca votó.

Alguna vez tuvo que ir a la capital, que estaba a una altura sobre el nivel del mar considerable y ahí si se sintió mareado, pero solo atinó a decir, «por allá no vuelvo». Regresó a su tierra y se curó. Con el paso de los años al Rudecindo le habían salido arrugas que se profundizaban con la deshidratación, porque de esto solo sabía que la «agria» o el agua eran para la sed, no porque le hiciera falta. Sus queridas a veces le compraban una crema solar o un protector pero como nunca lo usaba no le volvieron a regalar. Entre dientes les decía que eso era cosa de niñas. Tampoco se cortaba la uñas. Las tenía de todos los tamaños, tanto en las manos como en los pies. Manifestaba también, que las uñas eran instrumentos y que debían servir para algo. La del dedo pulgar y el índice de la mano derecha era más larga que las otras porque era para rascar la guitarra. La del meñique de la misma mano también, porque con esa uña recogía a veces semillas cuando se caían al piso. También la zarpa del pulgar de la palma izquierda era más prolongada, para pelar naranjas y cuanto se atravesara. En alguna ocasión hasta le sirvió en una pelea en la gallera. Ni se diga de las uñas en los pies. Ni modo de hacerle entender que había que mantenerlas cortas pero se defendía advirtiendo que cuando estuvieran tan largas como para que no le cupieran las botas, se las cortaría con una tijeras.

Así era él.

Los días pasaban para Rudecindo Rodríguez, un campesino, amigo, compadre, camarada, amante de la tierra y de vivir tranquilo, un héroe que nunca se enteró que fecha era o si era un jornal festivo, porque simplemente trabajaba y trabajaba sin importar el día o la hora. Dicen que era feliz y que en la última batalla que enfrentó, tampoco le tuvo miedo a la huesuda.

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