Hacía cuatro años que la señorita Wilson no comía carne. Sus padres, amantes de la caza y de la proteína animal, se dejaron seducir por el vegetarianismo de manos del mayor charlatán conocido y por conocer del condado de Lancester. A la señorita Wilson, hija única, la decisión de sus padres la sumió en la mayor tristeza que sus pocos años habían podido imaginar. Con tanta lechuga se sentía abatida, sin energía y triste, profundamente triste.

Pero el día en que, en el silencio y clandestinidad que otorga la noche, descubrió que la intención de sus padres era mantenerla niña para siempre, alejada de los cambios naturales que una señorita de su edad debe “sufrir” en la pubertad, todo cambió. Clarice Wilson, desde entonces, guardaba en su tocado piezas de carne que conseguía robar de la cocina de la dieta de los cocineros y que comía a escondidas cuando la ocasión se lo propiciaba.

El día de su quinceavo cumpleaños fue retratada por Richard Bradford, quien, conocedor de la trama familiar, quedó prendado del desarrollo que había experimentado Clarice desde su último retrato a los once años de edad. Solo hacía seis meses que Clarice robaba para atajar la tristeza. Acababa de vaciar el contenido de su tocado de una sentada antes de posar para el cuadro. Sus manos, encima de su regazo, amparaban su primera menstruación, y en su sonrisa ladeada, tímida, todavía no completa, oscurecida por el ropaje con el que su madre se empeñaba en vestirla, se hacía hueco el íntimo placer de haberse salvado de los designios de sus maltratadores.

Dedicado a @LadyDistopia

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