El Lazarillo de Tormes y la decadencia española

El Lazarillo de Tormes y la decadencia española

Características de la novela picaresca presentes en el capítulo I del Lazarillo de Tormes

El capítulo I establece la piedra angular sobre la que el autor irá construyendo el personaje a lo largo de la obra hasta su peculiar final. En tal sentido, es también donde se establece el tono de la novela y, junto al «Guzmán de Alfarache» (1599), dan nacimiento al género picaresco. La forma es autobiográfica, el narrador se oculta tras el Lazarillo y parodia a las novelas idealistas, de caballería o místicas desde las primeras líneas mediante la apropiación de sus tópicos, invirtiendo los valores culturalmente asociados.

Según Molho (1972) una de las características del pícaro es que «… su primera preocupación será la de revelar su linaje, la de mostrar sus títulos de nobleza: nobleza al revés.» (23), rasgo mostrado al comienzo de la novela: «… a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca» (I)

Además, el origen mítico de los héroes en las novelas de caballería es replicado en tono burlesco con la mención al río Tormes, un afluente del río Duero que hasta la aparición del Lazarillo no había merecido mayor destaque en la historia española. Vicente Zamora destaca que «ya no es Gaula, ni un río fabuloso o lleno de hechizos, sino el Tormes, escolar, llano con sus estiajes agravados, el Tormes que todos conocemos y sabemos cómo es.» (1962) En efecto:

«Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre […] estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomóle el parto y parióme allí. De manera que con verdad me puedo decir nacido en el río.» (I)

Este tono autobiográfico se mantendrá durante toda la obra, característica típica de la novela picaresca. El protagonista necesita justificarse y por ello usa esta tonalidad en el relato como «explicación de un estado final de deshonor». (Lázaro Carreter, 1970)

Lázaro Carreter también apunta como otro signo de la literatura picaresca que se aplica al Lazarillo el que sea «… la autobiografía de un desventurado sin escrúpulos, narrada como una sucesión de peripecias …» (1970), como puede apreciarse a partir del capítulo I. Las peripecias vividas primero por su padre, muerto en una batalla mientras servía como acemilero (cuidador de mulas, lo que señalaría que la familia del Lazarillo está formada por moros conversos) y luego por su madre, condenada por un robo, son un anuncio de la vida que le espera al niño: «… vino a posar al mesón un ciego, el cual, pareciéndole que yo sería para adestrarle, me pidió a mi madre, y ella me encomendó a él». Queda así presentado el origen y también el destino del Lazarillo. Impulsado por el hambre y por los castigos corporales, con el ciego llega la primera lección. Es mejor «… avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar cómo me sepa valer.» (I)

La construcción del pícaro es un eco del ambiente en que ha nacido y vive desde sus inicios. Debe robar a un ciego para no morir de hambre, aprende que la mentira es apenas otra forma para sacar provecho de un mundo áspero. Los castigos lo mantienen en alerta. Esta condición marginal del Lazarillo configura otra característica de la literatura picaresca. En ella todo lo moral es secundario pues lo más importante es sobrevivir a una realidad amenazante y para ello no se pueden tener remilgos. La honra, en un universo hostil, es una pretensión suntuaria que amenaza la propia supervivencia.

Sin embargo, el pícaro no es un delincuente, no al menos en las primeras obras de la picaresca. Se trata de personajes zarandeados por un entorno donde lo único que abunda es la escasez. Escasez de comida, de principios, de amabilidad o amor. Para sobrevivir a tal situación el protagonista elije ser un equilibrista antes que dejarse caer en el abismo del robo violento y el homicidio. Luego de la calabazada (golpe) que el ciego da al niño, éste gana conciencia sobre su estado en el mundo: “Parecióme que en aquel instante desperté de la simpleza en que, como niño, dormido estaba.” (I)

El servicio del Lazarillo al ciego marca otra característica de la novela picaresca. El protagonista sirve a varios amos y ello, junto a las peripecias, describe una trayectoria vital y de crecimiento (de avivamiento, diría el Lazarillo) con el único objetivo de sobrevivir. El hambre y los castigos jalonan ese viaje iniciático. Debido a que la novela está escrita desde un momento posterior a dicho recorrido, el protagonista compone un discurso de tono conciliador con el pasado y que además sirve de justificación para «un estado final de deshonor.» (Carreter, 1970)

Para mayor efectividad de la narración, que en el Lazarillo tiene una intención de crítica social, esta tiene que ser realista, apegada a elementos cotidianos de la realidad. No tendría tal efecto si se desarrollara en una dimensión mítica o si sus protagonistas permanecieran solidificados en una sola característica, como en las novelas caballerescas. A Lanzarote lo conocemos por su valor y su amor inconmovible a Ginebra; ello basta para definirlo. El Lazarillo-Lázaro en cambio es un personaje mucho más complejo. Comienza como niño y crece a través de la novela.

El lector, sin embargo, depende en un todo de su palabra. A primera vista es imposible obtener una mirada independiente y desinteresada respecto a lo que ocurre en la novela. Sin embargo, la ironía solo puede funcionar donde hay un distanciamiento crítico respecto de la diégesis. Existe un contraste permanente entre lo enunciado y lo oculto: los hombres de fe son degenerados o miserables, el escudero se pretende honrado y huye para no pagar el alquiler, el mismo Lázaro menta el amor por su esposa y la trueca a su mejor conveniencia con el arcipreste.

En el capítulo 2 Lázaro reflexiona: “Y pienso, para hallar estos negros remedios, que me era luz el hambre, pues dicen que el ingenio con ella se avisa, y al contrario con la hartura, y así era por cierto en mí.” Teniendo esto en cuenta, Francisco Rico, sobre “el caso” del capítulo VII, argumenta que a este «… han ido agregándose los restantes elementos -preludios e ilustraciones- hasta formar el todo de la novela …» (Rico, 1988), afirmando así que toda la recapitulación previa hecha por Lázaro apunta a ese momento final de la obra cuando narra el «asunto» por el cual le ha sido requerida una explicación.

Pero este Lázaro del final ya no tiene nada que ver con aquel Lazarillo inicial. Se ha producido una conversión interna, una adaptación -más que una evolución-, del personaje, convertido en un elemento más del sistema. El hambre le ha enseñado a mantener sus sentimientos y pareceres a una distancia prudencial de oídos externos, dada la precariedad de sus orígenes y de lo duro del camino recorrido hasta llegar a ser pregonero, una de las pocas posibilidades de «triunfo» que tenía la España pos-Imperio para los de su condición según un dicho de la época: «Iglesia, mar o puesto real». (Rodríguez Puértolas, 1979, p. 241)

Ha obtenido por fin estabilidad material, pero con ella también su ruina moral. No hay una sola reflexión, como en los capítulos anteriores, que habilite a pensar que el personaje dialoga con su interior. El hambre le aguzó el ingenio hasta que pudo desembarazarse de ella como lo hizo con las ropas viejas, pero su discurso es opaco, no atiende más que a lo aparente. El final del capítulo previo: «… compré un jubón de fustán viejo y un sayo raído, de manga tranzada y puerta, y una capa que había sido frisada, y una espada de las viejas primeras de Cuéllar.» (VI) muestra una transición del Lazarillo pobre, mal alimentado y peor vestido, al Lázaro adulto, satisfecho de seguir la “comedia” social con tal de mantener su status. Lejos quedó su reflexión sobre lo artificioso del mundo: «¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!» (I)

Pero esta resolución plantea un amargo determinismo axiológico: a los de su condición tal metamorfosis será igual de ruin que su condición anterior. El hombre, de tan débil, es nuevo solo en apariencia. No cuenta a su favor con privilegios de clase ni de sangre y sin embargo, como aquellos que sí los poseen, deberá privilegiar lo aparente por sobre la honra personal. Por ello su discurso continúa el mismo tono exculpatorio con el que inició su misiva a la enigmática figura de «Vuestra Merced».

Un punto interesante, señalado por Asensi en «De los usos del canon: el canon por venir y el Lazarillo desfigurado» (2009), habilita imaginar que la dificultad en el análisis teórico del texto está es una posible «heterodiégesis», una multiplicidad de discursos, en lo que a simple vista puede parecer una «autodiégesis» o una sola voz, como si se tratara de una autobiografía sincera. De ser así, el cínico que cuenta su historia y acepta el menage a trois de su mujer con el arcipreste con tal de no perder lo obtenido, es también un individuo consciente de las reales posibilidades (o la ausencia de ellas) que tiene de cambiar las peculiaridades de su «caso». En ese sentido es significativa la frase «Hasta el día de hoy, nunca nadie nos oyó sobre el caso …» (VII). Es decir que hasta ese momento en que la autoridad (Vuestra Merced) preguntó sobre lo que estaba pasando, él no ha abierto la boca ni se ha quejado. De allí que Lázaro le asegura a todas las partes, comenzando por su mujer, que «… nunca más en mi vida mentalle nada de aquello, y que yo holgaba y había por bien de que ella entrase y saliese, de noche y de día, pues estaba bien seguro de su bondad. Y así quedamos todos tres bien conformes.» (VII)

Ahora bien, esta multiplicidad de voces de Lázaro (y antes del Lazarillo) proviene de un individuo que ha aprendido a conocer el mundo real, incluido a sí mismo y su temerosa relación con el poder, incluso con el de aquellos que están apenas un poco por encima de él en la escala social. Por ello su discurso incorpora y hace suya la mirada de la autoridad. Ha decidido arrimarse a «los buenos», a los que viven en mejores condiciones que los mendigos, estafadores o hidalgos sin blanca entre los cuales vivió y aprendió. La evolución del personaje es interna, pero esa toma de conciencia social, como ejemplo de literatura realista que es la novela, no puede terminar afectando al plano material ni atender a los sentimientos reales del protagonista respecto del “caso”.

Por último, la referencia a los «grandes regocijos y fiestas» imperiales puede establecerse en espejo a la afirmación de Lázaro respecto a su prosperidad y a que estaba «en la cumbre» de su fortuna. Dado que la novela ha establecido lazos subversivos con los mitos de la España imperial, se puede leer la última frase del libro como una ironía más, dirigida por el anónimo autor nada menos que contra la figura del Emperador y sus Cortes, en una España cada vez más alejada de su momento de gloria.

¿Es Lázaro un antihéroe?

La forma en que usualmente se aludía a un trío marido-mujer-amante era motivo de amor cortés en las novelas de caballería o de burla hacia el marido engañado en los cuentos populares de Bocaccio o Chaucer. En el Lazarillo el trío no subsiste gracias al amor y a la burla, si existe, sino en el miedo al hambre (Lázaro) y al escándalo con la consecuente pérdida de la honra (el arcipreste y la mujer de Lázaro).

La infidelidad consentida de su mujer con el arcipreste de San Salvador es de naturaleza deshonesta y Lázaro está al tanto: «… no sé qué y sí sé qué …» (VII); “… aunque en este tiempo siempre he tenido alguna sospechuela y habido algunas malas cenas por esperalla algunas noches hasta las laudes, y aún más …» (VII), pero acude a cierta «sabiduría del superviviente» para aceptar su situación: «… aunque, de verdad, siempre pienso que el diablo me lo trae a la memoria por hacerme malcasado, y no le aprovecha.» (VII)

El hambre, contra la que el Lazarillo/Lázaro ha luchado toda su vida, le hace soportar cualquier indignidad mientras no tenga que volver a sufrirla, y lo convierte en un antihéroe pues un héroe es, ante todo, aquel personaje o figura que no se rinde ante las adversidades y desafíos sino que los trasciende. El Lazarillo, sin embargo, ha aprendido en su dura vida la lección y adopta el punto de vista de su amo pues «… quien ha de mirar a dichos de malas lenguas nunca medrará …»
(VII) y en tanto Lázaro ha decidido arrimarse «a los buenos» (y habrá que ver a quiénes denomina Lázaro con esta palabra), fluye con las circunstancias en lugar de enfrentarlas.

Otra de las características heroicas es el honor. En «El caballero de la carreta» (Chrethien de Troyes, 1176-1181 aprox.), Lanzarote, el héroe artúrico, compromete su palabra en contra de su propio beneficio en más de una ocasión: cuando vence a Meleagant en su primer encuentro y obtiene la liberación de Ginebra, se compromete a volver al año para librar un duelo como el que acaba de ganar (4737-5043) o cuando, prisionero por el senescal de Meleagant, es liberado por la mujer de éste a condición de que regrese apenas finalice el torneo en Noauz (5359-5574). No es difícil suponer qué hubiera hecho Lázaro en su lugar pues en el nivel social al que pertenece, esas promesas carecen de sentido y conveniencia. Su deambular de amo en amo le ha enseñado que lo poco que se consigue es mediante el hurto, el engaño o la traición.

La confesión o descargo de Lázaro concluye entonces con una derrota paradójica. Dentro de su clase social el protagonista ha logrado triunfar ya que logra comer con frecuencia, se viste con ropas secas y relativamente limpias, y hasta ha conseguido alojamiento permanente, con la única condición de compartir su mujer. La justificación de ese arreglo sigue el consejo dado en el capítulo I por su madre quien, como él, «determinó arrimarse a los buenos»(I) amancebándose. El hecho mismo de que emplee como argumento su infame estado matrimonial para exculparse ante la figura nunca aclarada de «Vuestra Merced», establece claramente la catadura moral de los «buenos» a los que se ha arrimado para poder escapar del hambre: «mi señor, y servidor y amigo de Vuestra Merced … procuró casarme con una criada suya.» (VII) Y, según Lázaro, por boca del arcipreste «Ella entra muy a tu honra y suya. Y esto te lo prometo. Por tanto, no mires a lo que pueden decir, sino a lo que te toca, digo, a tu provecho.» (VII)

Asensi, un nuevo planteo

Para la moral burguesa media de nuestra época, el trato aceptado por Lázaro es impuro, y violenta nuestra noción de lo «bueno». Pero, aunque la novela implicó una ruptura tanto por la elección de la voz narrativa como por las características lingüísticas y morales de esta, dicha subversión del «deber ser» novelístico de la época no es suficiente para explicar la novela. Durante siglos se ha tomado al Lazarillo de Tormes como un texto cómico, en el que se narran las andanzas de un pícaro deshonesto, un aprovechador e inmoral. Ese signo cómico ha sido el preferido tanto por el público en general como por la mayoría de los académicos. Asensi, atendiendo un matiz que ya otros han advertido, habilita otra mirada: «Con ese fin, vale la pena declarar ya desde ahora que el Lazarillo de Tormes es una obra trágica (por muchos recursos humorísticos que emplee) cuyo silogismo plantea de una manera muy clara lo que sucede con el subalterno cuando tiene hambre.» (2009)

El hambre, presente en un primer plano en los tres primeros capítulos y en ciernes durante el resto de la novela, es lo que anima los actos del protagonista, nacido en un hogar pobre y por ello condenado a sufrir el destrato de sus sucesivos amos, viviendo en la indignidad del que nada vale para los demás. Pero además, apunta Asensi, el Lazarillo sufre una cuádruple exclusión: por pobre (exclusión social), por ser hijo de un padre ladrón (exclusión legal), porque su padrastro era negro (exclusión racial) y, debido a su madre prostituta, la exclusión sexual: «… ni yo pude con su trote durar más. Y por esto, y por otras cosillas que no digo, salí de él.» (IV). Al Lazarillo ni siquiera le es dado disponer libremente de su sexo sino que es sujeto pasivo en una relación no consentida con un fraile de la Merced.

A tal punto llega esta indefensión que casi pierde la vida luego de una brutal paliza que le da un clérigo, su amo del capítulo II. Y es en esas líneas donde quizás está la clave para entender de qué trata realmente este texto que la mayoría lee con espíritu liviano: «Ahí tornaron de nuevo a contar mis cuitas y a reírlas, y yo, pecador, a llorarlas.» (II)

Desde un punto de vista formal, la estructura del Lazarillo sigue las estrategias narrativas típicas de las novelas caballerescas. Cita a sus antepasados como hacen aquellas, pero en lugar de rememorar a figuras de alto linaje en su caso recuerda a un padre de dudosa pertenencia racial pero que probablemente fue un converso: «… se hizo cierta armada contra moros, entre los cuales fue mi padre …» (I), de profesión peón de molino y luego acemilero. El personaje principal tiene un «de» en su nombre pero la preposición no refiere a un paraje o actividad destacada sino a un río sin mayor destaque en lo que es evidentemente una parodia a los ilustres orígenes caballerescos. El sentido, sin embargo, se ha invertido. Las menciones reafirman la naturaleza humilde del protagonista y es tal vez por tal decisión del autor que el texto solo podía ser explicado, en aquella época, como una novela cuya intención era cómica, pero nunca como literatura «seria».

Está claro que a esta altura de nuestra experiencia como lectores y espectadores conocemos de la existencia de otros mundos dentro de este, nuestro mundo burgués. El arte ha relevado esas alteridades de múltiple signo: otras razas, la diversidad sexual, la dura realidad de los inmigrantes y, claro está, la profunda desolación de los pobres, aquellos que Asensi denomina «subalternos». «Las aventuras de Huckleberry Finn» (Mark Twain, 1884) o «Las crónicas de Tortilla Flat» (John Steinbeck, 1935), «Crónica de un niño solo» (Leonardo Favio, 1965) o «Slumdog Millionaire» (Danny Boyle, 2009) en la literatura y el cine, respectivamente, son obras que más allá de sus respectivos tratamientos narratológicos difícilmente puedan agotar su sentido en lo cómico o lo «exótico». El «Lazarillo de Tormes» es un antepasado ilustre de esta estirpe pero por lo general le ha sido negada una significación superior, correspondiente a un texto imbuido de tragedia. Estas solo pueden ser protagonizadas por los poderosos, por los aristoi
de todas las épocas, parece ser la concepción generalizada. «Que los orígenes del Lazarillo, a diferencia de los de los héroes, remitan a la pobreza no es cómico, es lamentable.» (Asensi, 2009) No hay épica en la miseria.

Según Asensi «… el/a subalterno/a es aquel o aquella que más que actuar, sufre las acciones de otros …» y también «… tanto Lázaro como el Lazarillo sufren una serie de acciones de aquellos que están por encima de él y que, a causa de ello, se ve en la necesidad de actuar con el fin de poder sobrevivir. Lázaro y Lazarillo son sujetos pasivos y reactivos.» (2009)

Esta pasividad reafirma el carácter antiheroico del protagonista, rendido a su entorno pero también lo libra de toda condena moral pues, dadas tales circunstancias extremas (el hambre, la intemperie social, la fragilidad vital, etc.) no es posible entender sus acciones más que como emergentes de la condición en la que ha nacido y transcurrido su vida. El engaño, el hurto, el pacto con el arcipreste no merecen adjetivos pues «¿Acaso el padecimiento de hambre y las acciones que conducen a alguien a solventar ese problema puede considerarse deshonroso?» (Asensi, 2009)

La desmitificación del Imperio

Ya desde el comienzo mismo del Lazarillo, en el Prólogo, se anticipa el tono en la mirada del autor. No será este otro libro más cantando hazañas de nobles caballeros luchando por obtener el favor de bellas damas. Es la nobleza al completo que cae de un solo golpe desmitificador: “… consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les debe, pues Fortuna fue con ellos parcial …” (Prólogo) o, dicho de otro modo, el honor, las riquezas y el poder que los nobles poseen nada tienen que ver con sus méritos si no con sus cunas. Ello se encadena de forma notable con el siguiente mito a derrumbar.

La genealogía
familiar, en una sociedad donde el reconocimiento de los talentos y virtudes parecen depender tanto de la cuna, se transforma en una obsesión pues la pertenencia a un linaje determina ventajas sociales y, sin embargo, el protagonista inicia la descripción de su vida citando orígenes humildes y corrientes con la misma pompa que un Plantagenet: “… a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre …” (I). La diferencia entre lo “vulgar” del origen y el tono, que recuerda a la recapitulación de las novelas de caballería con la que se presentan los ilustres héroes, pauta la ironía por medio del remedo burlón, efecto aumentado por su carácter interracial o de sangre «impura»: “Mi viuda madre […] y un hombre moreno de aquellos que las bestias curaban vinieron en conocimiento.” (I)

Tampoco despiertan mayor respeto por la justicia, en el nivel social donde crece el Lazarillo, los oficiales que la ejercen. Hacia el final del capítulo III, uno de ellos junto a un escribano pelean contra los acreedores del escudero por las míseras pertenencias de este para poder cobrar su trabajo. Otro alguacil trama con el buldero del capítulo V una artimaña para estafar a sus vecinos. A este pobre papel de los agentes judiciales es dable atribuir lo que le ocurre al alguacil con quien Lázaro, que no Lazarillo, tiene un breve pasaje en el capítulo VII:

“…asenté por hombre de justicia con un alguacil; mas muy poco viví con él, por parecerme oficio peligroso. Mayormente que una noche nos corrieron a mí y a mi amo a pedradas y a palos unos retraídos. Y a mi amo, que esperó, trataron mal…” (VII)

Ni el amor
ni la amistad parecen tener otro valor en esta dimensión que el del posible beneficio que su ejercicio pueda traer. Lázaro se casa con su mujer por pedido del arcipreste bajo un pacto infame aunque habitual en la época. A cambio de seguir manteniéndose «… en la cumbre de toda buena fortuna …» (VII), el marido se casa como tapadera del comercio carnal entre su mujer y el arcipreste: “Y así, me casé con ella, y hasta agora no estoy arrepentido, porque, allende de ser buena hija y diligente servicial, tengo en mi señor arcipreste todo favor y ayuda.” (VII).

En cuanto a la amistad, queda demostrado el papel utilitario que esta tiene. Lázaro consigue su «oficio real» de pregonero gracias a «amigos y señores» de los que muy poco sabemos. ¿Se trata de un dúo (amigos y por otra parte señores) o es una familiaridad fantasiosa que Lázaro enuncia, la de llamar a sus señores «amigos»? La otra mención importante a la amistad que alguien como Lázaro puede cultivar se encuentra en una línea dentro del descargo final ante «Vuestra Merced». En ella, el carácter de amigo también se halla relacionado con la ecuación perjuicio/beneficio pues:

“Mirad, si sois mi amigo, no me digáis cosa con que me pese, que no tengo por mi amigo al que me hace pesar, mayormente si me quieren meter mal con mi mujer, que es la cosa del mundo que yo más quiero, y la amo más que a mí, y me hace Dios con ella mil mercedes y más bien que yo merezco. Que yo juraré sobre la hostia consagrada que es tan buena mujer como vive dentro de las puertas de Toledo. Quien otra cosa me dijere, yo me mataré con él. De esta manera no me dicen nada, y yo tengo paz en mi casa.”(VII)

Pero el mito más recurrentemente atacado en la obra es sin dudas la religiosidad, tanto por el triste papel casi de talismán de la mala suerte que se la da a Dios como a las múltiples formas en que el clero es presentado siempre bajo una luz desfavorable, cuando no directamente criminal. Dios siempre es nombrado antes de un desaguisado: «… ella confiaba en Dios no saldría peor hombre que mi padre …» (I) dice su madre antes de entregar el Lazarillo al ciego. «Dios te guíe. Criado te he y con buen amo te he puesto …» (I) agrega. Cada vez que es mencionado Dios, se halla próximo el desastre como contrapunto irónico. Su mención evoca, literalmente, la desgracia o la degradación para alguien. En apenas dos líneas «… desde que Dios crió el mundo, ninguno formó más astuto ni sagaz. En su oficio era un águila: ciento y tantas oraciones sabía de coro …» se ilustra lo irónico del asunto. El ciego y el águila, animal que goza de una visión superior. Las «ciento y tantas oraciones» con las que el «astuto» y «sagaz» esquilma a los fieles. La unión de dichos elementos no puede ser más patética.

Al clero no le reserva un mejor lugar, por cierto. Participan de la miseria moral general. El clérigo del capítulo II no es mejor, sino peor que el ciego ya que lo que le sobra de visión le falta de caridad aunque, eso sí, diga que: «-Mira, mozo, los sacerdotes han de ser muy templados en su comer y beber …», pero el Lazarillo nos aclara «Mas el lacerado mentía falsamente, porque en cofradías y mortuorios que rezamos, a costa ajena comía como lobo y bebía más que un saludador.” (II) Son depredadores sexuales, como el fraile de la Merced del capítulo IV: “Éste me dio los primeros zapatos que rompí en mi vida; mas no me duraron ocho días, ni yo pude con su trote durar más. Y por esto, y por otras cosillas que no digo, salí de él.” (IV). O estafadores, como el buldero “… que fue un buldero, el más desenvuelto y desvergonzado, y el mayor echador de ellas que jamás yo vi ni ver espero, ni pienso nadie vio …” (V) y es en este capítulo donde más se nota la influencia de los aires reformistas religiosos que animaban al autor de la novela. Lutero había iniciado en tres sermones dictados entre 1516 y 1517 una reforma basada en el rechazo contra la venta de indulgencias (bulas) como forma de limpiar conductas impías. Promovía la exterioridad en la fe, que las enseñanzas de Cristo se demostraran en los hechos.

Afirmar que el Concilio de Trento y la Contrarreforma influyeron en la concepción del «Lazarillo de Tormes» sería incurrir en un anacronismo. El Concilio comenzó en 1545, no terminando antes de 1563. La primera edición del Lazarillo es de 1554. Pero sí es posible establecer, como hipótesis sin posibilidad de prueba, que el anónimo autor del Lazarillo compartía las ideas erasmistas y, puestos a ello, a que éstas inspiraron muchas de las críticas que el autor realiza a la religiosidad española. En el Enchiridion militiis christianiManual del soldado cristiano» o
«La daga de Cristo», 1501), por ejemplo, se encuentran las 22 reglas que, según Erasmo, debe guardar un buen cristiano. La dirección en la que apuntan va contra el formalismo vacuo, los honores mundanos y el peligro implícito al cultivar esos falsos valores pues, advierte:

«Por otra parte considera cuántos sinsabores, cuántos cuidados, peligros, penas, está llena la vida de los grandes hombres, y cuán difícil es no olvidar esto en la prosperidad, cuán arduo es para un hombre que está en un sitio tan resbaloso mantenerse, cuán penosa es la caída desde tal altura.» (Erasmus, 1501)

España, por otra parte, se cierra durante el siglo XVI al mundo excepto en lo que tiene que ver con el uso de las riquezas americanas para adquirir manufacturas de países que están creando su base industrial gracias a esas compras. La mentalidad española deviene reaccionaria y materialista al pasar del sistema feudal al estrictamente cortesano, cuyos centros de poder estaban junto a las cortes de las ciudades y que dependía de estas para obtener los títulos nobiliarios que le permitieran mantener un estilo de vida «honorable» a los ojos de su tiempo. Pero dicho honor no reside en la ética. El autor lo muestra varias veces en el texto, sobre todo en el capítulo III, cuando el Lazarillo nota que su nuevo amo, el escudero/hidalgo vive del aire y se sostiene por las apariencias:

«¿Quién encontrará a aquel mi señor que no piense, según el contento de sí lleva, haber anoche bien cenado y dormido en buena cama, y, aunque agora es de mañana, no le cuenten por muy bien almorzado? … ¿A quién no engañará aquella buena disposición y razonable capa y sayo? ¿Y quién pensará que aquel gentil hombre se pasó ayer todo el día sin comer … ¡Oh Señor, y cuántos de aquéstos debéis Vos tener por el mundo derramados, que padecen por la negra que llaman honra, lo que por Vos no sufrirán!” (III)

Mendigos ciegos, frailes pederastas, clérigos crueles y arciprestes corruptos. El submundo que rodea al Lazarillo carece de honra pues es el ámbito de los ganapanes, capaces de cometer cualquier indignidad con tal de sobrevivir. Es así que, comenzando por el protagonista, los orígenes de todos los personajes en la novela son los propios de la clase social más baja y, por ello, carecen de honor. Pero en la figura del tercer amo del Lazarillo encontramos una excepción. Lo primero que conocemos de él es su apariencia impoluta y el paso circunspecto con que se mueve por el mundo: «… iba por la calle, con razonable vestido, bien peinado, su paso y compás en orden.» (III) Tal estampa despierta las esperanzas del protagonista de haber encontrado un amo que lo resguarde del hambre. Este no se detiene al pasar por el mercado, ni almuerza cuando llegan a su casa, si no que devora con ansias que desmienten su figura el alimento guardado por el Lazarillo entre sus ropas. Los modos («… llevándolo a la boca, comenzó a dar en él tan fieros bocados como yo en lo otro.») demuestran que pertenece al mismo círculo de hambre de su criado.

En «A vueltas con la honra y el honor» (2008), María Victoria Martínez apunta que la figura del hidalgo había devenido en un «símbolo del valor nacional» desde la época medieval. Pero a partir del siglo XVI y XVII, estos representantes de un pasado glorioso fueron arrojados a la marginalidad debido a dos factores: el mejoramiento en las técnicas bélicas gracias a la constitución de ejércitos profesionales y la adopción de armas de fuego como el arcabuz, así como por la formación de una burocracia en la que era preferible el manejo de la pluma y los formularios más que el de la espada, pieza fundamental en el atuendo de un hidalgo. Además el honor, dado únicamente por la batalla o por la pureza de sangre, durante la época en que se escribió la novela era comprado por la burguesía, el otro estamento junto a la alta nobleza que poseía el dinero suficiente, elemento del que los hidalgos carecían. Sin utilidad ni prestigio, los hidalgos fueron entonces perdiendo la estima social hasta transformarse en parias de la sociedad, junto a mendigos y pícaros.

Para cuando se escribe la novela el hidalgo es una figura desfasada de su época, se encuentra “a caballo entre dos grupos sociales, sin identificarse plenamente con ninguno de ellos” (Redondo Alamo, Mª Angeles, 1982). La alta nobleza lo rechaza pero tampoco logra integrarse con el pueblo, ya que para los hidalgos este es inferior y, por otro lado, un hidalgo jamás accedería a rebajarse mediante el trabajo, preso del prejuicio que acompaña a su casta. Irónicamente, es el honor quien lo mantiene en la miseria. Sus horas las dedica a mantenerse dentro de un complejo simbólico carente ya de significado.

Es sobre esta estúpida circunstancia que el autor del «Lazarillo…» carga las tintas. A lo largo de la novela vemos distintos ejemplos de codicia, mezquindad e hipocresía, pero el hidalgo es la prueba de lo artificial del honor ya que, como señala Américo Castro, posee “una existencia propia más allá de la experiencia individual”, y esta es patética, para nada mejor que la que lleva su hambriento criado. El Lazarillo no tarda en advertir la farsa cuando, una mañana, lo sigue para encontrarlo “… en gran recuesta con dos rebozadas mujeres … según las tienen puestas en esta costumbre aquellos hidalgos del lugar.” […] “… él estaba entre ellas hecho un Macías, diciéndoles más dulzuras que Ovidio …” […] “Ellas, que debían ser bien instituidas, como le sintieron la enfermedad, dejáronle para el que era.» (III). El símbolo del honor nacional es rechazado hasta por las prostitutas.

Como ha ocurrido con cada amo, este también le deja una enseñanza al Lazarillo: «Dios es testigo que hoy día, cuando topo con alguno de su hábito con aquel paso y pompa, le he lástima con pensar si padece lo que aquél le vi sufrir.» (III) pues para entonces ha concluido su aprendizaje y, como individuo pragmático que ahora es, razona que a su amo «El Señor lo remedie, que ya con este mal han de morir.” (III).

Bibliografía

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