Sentir frío no necesariamente tiene que ver con el clima, con el aire o con la estación. Existen fríos que se llevan dentro, de esos que aún en el más ardiente desierto te hielan, te paralizan y te recuerdan; recordar es la peor parte.
¿Sabes? Hay fríos tan superficiales. Como cuando te paseas por la casa en pijamas un Domingo y una voz llama fuera; tu no abres la puerta por supuesto, en cambio con el fin de descubrir quién puede ser, buscas la ventana más cerca y cedes por milímetros. Te das cuenta de que no es contigo, como siempre, cuando ves a tu vecino con la billetera en mano, deteniendo un par de cajas y firmando un recibido. De hecho, es un misterio el por qué cada Domingo te sientes curioso por algo tan cotidiano, y en ese instante repetitivo se vuelve a colar el frescor por el milímetro de vidrio y vuelve la cotidianidad a congelar tus dedos; cierras la ventana, tocas la taza tibia de tu té y sigues esperando que el Domingo fuese eterno.
Es fugaz el frío en nuestros dedos un Domingo de Diciembre; como lo es el frío que provoca meter profundo los pies en la arena o el caminar descalzo de una alfombra a otra (siempre por la pereza de ponerse los zapatos solo por un pedazo de jamón en el refri). Parece fácil el calor desde de esta perspectiva: parece o más bien, es sencillo pensar en fuentes de calor, casi automático de hecho. Un calor tan superficial como el frío; compatibles por completo e irrelevantes de rutina, de instinto y sobre todo de indiferencia.
Rogué por años volver el tiempo, al Dios que no lo creó. Recordaba lo feliz que era en la infancia, cuando corría detrás de mi perra y mezclaba tierra y especies, para crear mi propia marca de perfumes, ya sabes ¿Quién no es feliz siendo niña? Después de divagar entre recuerdos y nostalgias, llegue a preguntarme por el punto exacto donde una deja de sentir calor y empieza a negociar con el frío que partes de adentro puede congelar primero. Ya no hablo de dedos helados o de orejas rojas, hablo entonces del frío con el que inicié ¿En qué momento dejan de helar las manos y empieza a hacerlo la razón, el sentimiento, la visión?
Jamás habría podido escribir sobre esta clase de hielo, sino lo estuviera sintiendo o lo hubiera sentido. A este punto, extraño los domingos fríos.
No se cómo ni por qué estoy tratando de plasmar esto que llevo dentro, entre letras. Tal vez porque, al releerlo, guardo la esperanza de que pueda entenderlo (como una manera de leerme a mí misma). Mucho menos entiendo por que te lo escribo a ti, un ser tan des complicado y libre. Que podrías entender del frío, si eres el calor más puro. Recuerdo que al conocerte la primera palabra que vino a mi mente fue ¨cálido¨; tal vez guardo la esperanza de que no seas tan perfecto y que al leerlo yo pueda descubrir que todos sufrimos, que todos temblamos y que hasta tú llevas adentro nieve, no tan densa, pero nieve.
No pretendo ser clara. Relatar sobre el hielo, te hace pensar en lo profundo, en lo vacío y en lo que conduce al inicio. Palabras, sucesos, rencores o moretes. Los inicios del frío siempre quitan, después de esto no queda más que admitir que se esta en un lío, de esos líos que las tasas de té no quitan.
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