La bombonera era un baldío donde todos los domingos nos reuníamos a jugar a la pelota con los muchachos del barrio. Un pastal lleno de baches, de huecos, de tierra en algunas partes que se convirtió en nuestra sede deportiva y estadio durante varios años. Era de todos y no era de nadie, era del que primero llegara, del que la colonizara y armara los arcos. La bombonera no era más que un potrero en regular estado que nos regaló mucho más de lo que hicimos por él, era polvo, era barro, era tierra, era poca pradera, era calle, era barrio, era gloria, era calvario, era fútbol, era amistad, era infancia, era adolescencia, era alegría.

No era el Bernabéu o el San Ciro, pero era lindo llegar y verlo vacío, para que fuera absolutamente todo nuestro y no tener que jugárselo a nadie en un picado, porque siempre preferíamos jugar entre nosotros, entre amigos, entre conocidos, era un familia y un equilibrio que no queríamos que nadie alterara, pero en ocasiones no faltaba, que a la cita llegaran dos grupos, dos sectas, dos clanes a disputar su amistoso dominguero, no cabíamos dos clanes en la cancha era evidente, había entonces que dirimirlo de la única forma posible, jugando a la pelota. Cada clan sacaba sus mejores fichas y se armaba hasta los dientes para que, marcando dos goles, se ganara el derecho de jugar y permanecer en el baldío. Por eso eran a muerte los partidos, como si la final del mundo se jugara, el ganador se regodeaba en su supremacía y se apoderaba en pleno del potrero, el perdedor por su parte, tenía que abandonar con el rabo entre las piernas el pastal para ir a buscar en otro lado la revancha.

Horas y horas podíamos jugar, calor, lluvia, ¿Qué más da?, si tenemos una semana para recuperarnos, si tenemos días por delante para pasar el cansancio o las lesiones, amainar los golpes, para volver a la improvisada cancha, al baldío. La bombonera a veces tenía público, las esposas e hijos de algunas de las estrellas barriales, que los llevaban al potrero en el intento de que allí pasasen juntos una parte del domingo, buscando evitar las maritales discusiones por no pasar tiempo compartido con argumentos como: “Nunca me llevas a nada, nunca sacas a tus hijos, nunca hacemos cosas juntos…”, y mientras nos jugábamos sendos cotejos, las compañeras poca atención dedicaban al encuentro, hablaban de la vida, de los hijos, del laburo, de todo un poco y a la vez de nada, pero poco del partido, poco del juego.

Llegaba el final y todos en grupo partíamos a casa, la bombonera quedaba sola, vacía, callada, triste, sus dominicales moradores se iban a seguir con sus vidas no más, ya no había más gritos de gol, más reclamos, más risas, más jodas, quedaba sola esperando que la semana siguiente volvieran a darle vida, volvieran a darle estatus de estadio y dejar de ser por un día un baldío. A veces aun cuando visito a mis viejos en el barrio la veo, paso y la observo sola, triste, callada, la veo y añoro las jornadas vividas allí, añoro llegar domingo a la mañana con los atavíos, con la pelota y los amigos, añoro los goles que fueron y los que no fueron, añoro los huecos y la tierra del potrero, añoro los territoriales encuentros, añoro los recuerdos.

Aun tímidamente guardo la esperanza de un día volver a convocar a la banda, de volver a ser el primero en salir y llevar la pelota, en volver a buscar la botella de gaseosa vacía y llenarla con agua del grifo para tomar todos, en volver caminando lentamente a la bombonera y armar los arcos, en volver a jugar por jugar y darle alegría y vida al hermoso baldío, al hermoso potrero que aun sin duda sé que nos aguarda, sé que nos espera, tímidamente, igual como yo espero volver a habitarla. Espero algún día volver al lugar que me enseño que para ser feliz solo se necesita amigos, pelota y un baldío.

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