«¡DIOS MÍO, QUE SEA SANGRE»

“¡DIOS MÍO, QUE SEA SANGRE!”

Abelardo decidió dar por terminado su noviazgo con Carmela, aunque sabía lo difícil que le resultaría hacerlo, ya que a lo largo de esos siete años había pasado de todo entre ellos. Y lo peor ocurriría con la madre de su novia. El sólo pensarlo le angustiaba, pero no había otra alternativa, su familia tenía que trasladarse a vivir a la “Gran Ciudad” y el no ir con ellos representaría truncar sus estudios profesionales, que eran su máxima ilusión. Fácil se le hizo pensar que Carmen, una vez libre, pronto encontraría un sustituto para cumplir su sueño de casarse de blanco en la parroquia de la localidad. Así se lo hizo saber esa mañana.

Al escuchar la amarga noticia, la muchacha lloró desconsoladamente.

“¿Qué te pasa m’hija, por qué lloras?” — preguntó la madre que en esos momentos llegaba del mercado.

— Nada mamá, nada.

— ¿Cómo nada? Si pareces una Magdalena. ¿Algo te hizo este cabrón, verdad? Cuéntame todo.

— ¡Mamá, por favor! Ya sabes que no me gusta que te metas en mi vida.

— Lo que pasa es que me tengo que ir a vivir a México con mis padres y para no hacer amor de lejos, preferimos terminar nuestro noviazgo, señora. — aclaró nerviosamente Abelardo.

— ¡Sólo eso me faltaba zoquete! Ya te la pachangueaste de lo lindo siete años, y ahora sales con que “dice mi mamá que siempre no”. ¿Verdad? ¿Cuál viaje? ¡Debes tener otra mujer cabrón. Pero a mí no me vas a ver la cara y si te atreves, cargarás con mis maldiciones, cabrón! ¡Ya sabes que no soy una perita en dulce!

— ¡Está bien, vete de una vez! — dijo decidida Carmen, quien se puso de pié y le abrió la puerta para despedirlo.

Abelardo encogió los hombros y con la cabeza abajo, abandonó apresuradamente la casa, pero hasta la media calle alcanzó otra vez a escuchar la voz de Doña Ofelia:

“TE ACORDARÁS DE MI DESGRACIADO, TE LO DIGO COMO BUENA OAXAQUEÑA QUE SOY. TE VAS A ARREPENTIR Y REGRESARÁS A PEDIR PERDÓN, CABRÓN”.

Tras escucharla, aceleró más el paso para desaparecer de la escena. Abelardo ya sabía que Doña Ofelia tenía en Chiapas una bien ganada fama de “bruja”. Pero le consolaba saber que el amor que le tenía su hija, no permitiría que su madre le hiciera daño. “Además yo no creo en sus pinches brujerías”, — dijo muy seguro.

Faltaban cinco días para que emprendieran su viaje a la “Gran Ciudad”, así que Abelardo los aprovechó para informar de su partida a todos sus amigos a quienes citó para el sábado a mediodía en la cantina del pueblo.

Ese día la cantina estaba a reventar. El cantinero había dispuesto una mesa grande para atender a Abelardo y a sus amigos y para participar en la despedida de su cliente, invitó la primera ronda de cervezas. A esa ronda siguieron las botellas de ron y cuando estaba más amena la charla, todos sus amigos guardaron silencio y voltearon hacia la entrada de la cantina: Ahí parada, deteniendo con ambas manos las puertas abatibles estaba nada menos que Doña Ofelia, observando fijamente a Abelardo, quien le daba la espalda.

Cuando éste se percató de que sus amigos miraban sorprendidos hacia la puerta, decidió voltear. Fue tal su impresión que de inmediato se puso de pié. ¡Estaba pálido! Era grande el miedo que le daba esa mujer y no podía disimularlo.

Dueña de la situación, Doña Ofelia, que era una mujer morena, alta, fornida y cuya figura imponía respeto, caminó lentamente hacia él sin quitarle la mirada de encima. Así llegó hasta la mesa del celebrado.

“¡Con que te hace feliz emborracharte, desgraciado! ¡Pues de hoy en adelante, deberás tener mucho cuidado al hacerlo, porque después de ésta, — tomó con su mano izquierda la botella que a medio llenar estaba en la mesa — las que siguen las cuidarás como las niñas de tus ojos!”. — la levantó y la estrelló en la mesa ante la sorpresa de todos los parroquianos, regando parte del vino entre los invitados.

Y continuó:

“¡La próxima vez que te emborraches y por algo se rompa la botella de la que estés bebiendo, esa será la señal de que pronto morirás cabrón! ¡Esa es mi maldición: no podrás ser feliz desgraciado!” — y lo obligó a recibir la botella rota.

“¡Acuérdate cabrón, conmigo y mi gente nadie juega!”. — y tranquilamente se marchó, ante la mirada atónita de todos los que se encontraban en la cantina.

Cuando la vio desaparecer tras la puerta, Abelardo se desplomó en su silla. Sus amigos hicieron los mismo.

— ¿Qué le hiciste Abe? ¿Cómo te fuiste a enemistar con esa “bruja”, güey? — le comentó uno de sus amigos.

En todas las mesas de la cantina los parroquianos murmuraban algo parecido.

— ¡Esas son mamadas Abelardo! ¡No la peles! ¡Estamos en el Siglo XX, cabrón! — dijo en voz alta su amigo más cercano, quien de inmediato pidió otra botella al cantinero.

— ¡Ya no Juan, botella ya no! — intervino Abelardo, ante la admiración de sus amigos. Pero inmediatamente después, agregó:

“Mejor vamos a pedir cubas, así no tendré bronca”. — todos soltaron la carcajada, liberando así la tensión que les había provocado la inesperada visita de la “bruja”.

Luego de varios años, Abelardo concluyó sus estudios universitarios y para celebrarlo se fue con su familia a cenar a un centro nocturno. Su padre invitó dos botellas de champagne y dos de whisky. Otra más de ron, solo para el festejado. El no había perdido el gusto de seguir bebiendo, pero tampoco había olvidado aquella, cada vez más lejana, maldición de Doña Ofelia.

Durante esos años, en cuanta mesa se sentaba a tomar, él se encargaba de servir las copas y cuidar, como buena niñera, que las botellas llegaran a su fin y sólo así, se desprendía de ellas. Fue niñera de cientos de botellas. Ninguna se le había roto y “por las moscas — decía — no tienen porqué romperse”.

Una noche, al salir del trabajo, se le antojó tomarse unas copas y como no tenía mucho dinero, prefirió comprarse en la vinatería de la esquina de su casa, una botella de ron blanco de medio litro. La pagó y la colocó con cuidado en la bolsa interior de su saco, junto al corazón.

Estaba a punto de salir, cuando dos hampones armados entraron a la tienda.

“¡Este es un asalto, no se pasen de listos porque me los chingo!” — dijo uno de ellos que les apuntaba a los pocos clientes con su arma, mientras que el otro obligaba al dueño a vaciar la caja registradora.

“¡Apúrenle que ahí viene una patrulla!” — grito desde su auto otro de los delincuentes, por lo que los rateros salieron corriendo segundos después, llevándose el botín obtenido.

Sumamente nervioso, Abelardo salió tras ellos y como uno de los hampones creyó que le avisaría a los patrulleros, le tiró un balazo.

Al sentir el impacto de la bala en su corazón, en cuestión de segundos Abelardo recordó la sentencia de Doña Ofelia: “¡Cuando se te rompa una botella, es señal de que pronto morirás cabrón!” Alcanzó a caminar unos pasos. “¡Que sea sangre, Dios mío, que sea sangre!”. — decía inconscientemente mientras se tocaba el pecho que estaba totalmente empapado, hasta que se desplomó cayendo boca arriba.

A los pocos minutos volvió en sí. Abrió los ojos y vio el cielo percibiendo algunas estrellas. Nada le dolía, pero podía sentir el frío líquido que había cubierto su pecho y que suponía era sangre. Un curioso le ayudó a ponerse de pié y al mirar su cuerpo se percató de que el líquido que lo había mojado era ron. La bala que iba un poco sesgada, alcanzó a desviarse completamente al chocar con la dura botella que llevaba en su saco, salvándole así la vida.

“¡Se cumplió la maldición… pero al revés! ¡Yuuupii!” — gritó lleno de júbilo ante el asombro de los mirones que lo vieron correr.

Fin.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS