La novia del portavoz.

Era una noche muy oscura, pero al fin lo hice. Solté el velo que colgaba en mis manos y corrí.

Libre, al fin libre. Sentía como la brisa golpeaba mi rostro y secaba mi boca mientras gritaba:

—¡Lo logré!

No sabía cómo explotar toda la felicidad que llevaba dentro. Llamaría a la policía, pero la madre superiora me dijo que ella se encargaría del cuerpo.

Los policías no podían intervenir, ya que después de todo…había sido justicia divina.

Me senté en el césped en el que el sacerdote me encontró hace más de siete años, rasgué el ya viejo vestido de novia que traía puesto mientras una alegre canción sonaba en mi cabeza.

Al fin dejaría de ser «la divinidad entregada al portavoz como novia». El sacerdote me dijo eso, que tenía que cumplir con mi deber en este mundo, que fuí enviada como el velo que debía cubrir todos los deseos carnales de él, el portavoz de nuestro Señor.

Solo tenía ocho años cuando me dijo eso, así que lo seguí y cumplí con mi deber. Dejé que «se comiera mi alma» como él solía decir.

Porque yo era pura, y él necesitaba eso para servir a Dios.

No entendía porqué dolía tanto, estaba cumpliendo con mi propósito en la tierra, pero sentía que estaba con mis pies firmes sobre el infierno. No entendía porqué tenía que permanecer escondida en su habitación. No entendía porqué tenía que quedarme callada cuando él venía a abastecerse de mi pureza cuando yo lo único que deseaba en esos momentos era gritar.

Tampoco entendía porqué tenía que usar ese elegante vestido blanco y ese velo sobre mi rostro todo el tiempo. Hasta que él me aclaró: «Eres la novia del portavoz de Dios».

Y me sentí bien, porque Dios es bueno…y el sacerdote también lo era, o eso me dijo siempre.

Pero la madre superiora entró al cuarto cuando yo estaba cumpliendo con mi deber como ya era costumbre…y en un instante ví al sacerdote sangrando por la copa que fue quebrada en su cabeza luego de escuchar un grito estremecedor.

—Vete —pronunció en un hilo de voz—. Huye. ¡Ahora!

Una sonrisa se curvó en mis labios y no sabía porqué.

—¿Debo llamar a la policía o al hospital? Creo que el portavoz ya no está con nosotros…

—¡No! —respondió histérica—. Ju-justicia divina. Sí, eso es.

Y me fuí de ahí, no sin persignarme antes de salir de la iglesia.

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