A la tía Clara no le gustan los chocolates. Ella dice que le hacen mal, pero yo creo que tiene miedo de engordar. Un día me quedé a dormir con ella, porque mamá y papá habían tenido que viajar a Rosario, al velorio de uno de mis tíos al que nunca había visto y que se llamaba Pepe, y se vestía de mujer, y la encontré, en la mesa de la cocina, comiéndose un toblerone, y de los grandes. Me convidó un pedazo y me dijo que no le contara al tío. Yo le conté, porque mi primo Matías se puso a llorar y me acusó de haberme comido su toblerone.
Mi abuela es una mujer muy rara. Si la dejás sola un ratito, busca un cenicero por toda la casa y cuando lo encuentra, agarra las colillas de los cigarrillos con sus dedos que parecen pincitas, y se las guarda en el corpiño. Mi mamá no la deja hacer éso. No quiere que me quede solo con ella. Todo lo que hace es llevarme a su lado agarrándome del brazo tan fuerte que me duele y me dice: – Dale un beso a la abuela… – Y yo quiero que me dejen con ella, para preguntarle de la guerra. Mi abuelo era paracaidista. Mi abuela no es rara, está loca. Si mi mamá me escucha, me pega.
Al que le tengo miedo es a Alberto. No sé bien qué es. Creo que es primo segundo, o algo así. Sus padres se murieron envenenados por comer almejas en Mar del Plata. Vive con la tía Clara en el Tigre, pero en vacaciones se queda unos días en casa. Yo no quiero quedarme solo con él, porque me pega. Una vez me enseñó a enloquecer abejas. Es así: esperás a que una se meta dentro de una flor de esas que hay en el parque, cuando está chupando la miel, agarrás la flor y la cerrás con los dedos. La abeja se empieza a sacudir adentro y toda la flor empieza a vibrar. Pero cuando la soltás, tenés que correr. Una vez me picó una en la frente y me salió un cuernito.
Antes creía que Alberto sería asesino de grande. Todos dicen que es bueno, porque no lo ven cuando estamos solos.
Mamá y Papá son normales, pero se pelean todos los días. Ellos dicen que no se pelean, que discuten, que conversan.
Bueno, más o menos ésa era la gente que estaba en casa la Navidad pasada en Villa Gesell. La tía era la que dirigía todo en la cocina. El tiempo de cocción de las empanadas, de las tartas, el punto justo de la sal en el peceto, el frío de los vinos en el freezer.
La abuela estaba sentada en una reposera en el balcón, mirando el cielo. Estuvo contando estrellas toda la noche, o esperando a papá Noel.
Alberto y yo teníamos permiso para jugar hasta las diez de la noche, siempre que no nos acercáramos al mar. Mi mamá pensaba que yo podía meterme al mar de noche. Creo que no sabe el miedo que le tengo.
Era la primera vez que Alberto estaba cerca del mar. Habíamos pasado toda la tarde en la playa, con los barrenadores.
Esa noche compramos petardos con la plata que nos había dado mi mamá, y que en realidad era para videogames. Reventamos un par de botellas y nos metimos en un baldío, a unas tres cuadras de casa.
Encontramos unos pozos debajo de un árbol. Alberto dijo que eran de escuerzo. Entonces, agarró un palo y lo metió varias veces hasta que salió. Era un sapo muy grande, yo no había visto nunca uno así. Lo empezó a patear y a mí me dio risa. En un momento se dejó de mover. Se murió. Alberto se había robado un cuchillo de la cocina y lo operamos. Queríamos hacerle un implante biónico: meterle una pila en la panza y cerrarlo. Alberto lo abrió con el cuchillo, pero no pudimos meterle la pila. Le sacamos las tripas. Me dio bastante asco.
Minutos más tarde encontramos un fueguito, medio apagado. Habían quemado hojas y basura. Entre otras porquerías encontramos dos aerosoles y se nos ocurrió arrojarlos al fuego. Tiramos un raid matacucarachas y un desodorante. El raid explotó enseguida y la alarma de un coche empezó a sonar. A mí me dio miedo y empecé a correr a casa, pero Alberto me siguió y me agarró del pelo. –No seas buchón -, me dijo. Y volvimos al baldío.
En realidad, yo quería volver a casa porque se hacía tarde. Le pregunté: -¿No tendríamos que volver ya?.
– Te voy a mostrar algo -, contestó y se perdió entre las ramas de un arbusto. Fue como si se lo hubiera tragado. Yo quise correr a casa y dejarlo solo, pero sería peor. Me quedé mirando el arbusto inmóvil, recuerdo que había un rollo de papel higiénico enroscado en una de las ramas. Ya era casi de noche.
Por fin apareció, con la cara toda roja, eufórico y transpirado. Tenía algo envuelto en un trapo rojo. Lo desenvolvió. Un revólver. Me quedé petrificado. Él estaba maravillado y yo llegué a decir: -¿De dónde lo sacaste? – Es del tío, lo tiene arriba del ropero, en Buenos Aires, cuando supe que nos veníamos, me lo traje, total no se puede dar cuenta. Cuando volvamos, lo pongo otra vez. -¿Y qué pensás hacer? -, tartamudeé. -¿Qué sé yo?-, los dos nos quedamos unos instantes mirando el revólver en silencio. -¿Y si matamos un perro?- –Yo me quiero ir a casa.- repliqué. – Siempre el mismo cagón. ¡A que no te animás a disparar…! – Me quedé mirándolo, miré el revólver y lo agarré, nunca había tocado uno . Estaba martillado.
Lo agarré por la culata, como un policía. Traté de parecer seguro, pero creo que las rodillas me temblaban. No voy a olvidarme nunca de la cara de Alberto, jamás lo había visto sonreír tanto. –¡Cuidado, boludo! -, me dijo, – me vas a matar- y corrió detrás de un árbol. Yo di un salto del susto y arrojé el arma al piso. -¿Es de mentira, no?-, pregunté nervioso. Pero el revólver pesaba. Tenía el peso que tienen las cosas de verdad. En ese momento escuché unas voces detrás de mí. Pensé que serían mis padres y corrí a esconderme detrás del árbol con Alberto. Éste me ordenaba que buscara el revólver. Me pegó unos codazos. Aquellos árboles se movieron con fuerza y las voces aumentaron, parecía una pelea, había una voz de mujer. Alberto y yo nos quedamos petrificados. Apareció un hombre muy grande, parecía un gigante. Estaba arrastrando algo, que al principio no podíamos ver qué era y decía muchas malaspalabras. – No respires – me pidió, y esta vez noté que su voz se quebraba.
Enseguida vimos que arrastraba una mujer. Parecía su hija, porque era bastante chica. El señor tenía un cinturón ancho con muchas cosas plateadas que colgaban. La mujer tenía las manos atadas con unas esposas de policía y tenía algo en la boca, porque no podía hablar. Yo miraba a Alberto, pero él estaba como congelado, mirando lo que pasaba, apenas si respiraba. Éso me dio más miedo, porque nunca pensé que él pudiera sentir temor.
Le dije que quería irme, y me contestó que no me moviera. El hombre empezó a pegarle a la chica y le rompió la ropa. Yo nunca había visto una mujer desnuda. Le decía todo el tiempo “Ya pasa, ya pasa mami”. Después se bajó los pantalones y se tiró encima de ella. Estaban muy cerca del revólver. Se revolcaban y la chica se movía como desesperada y hacía ruidos raros con la boca. De repente, todo se calmó. La mujer quedó tirada en el piso moviéndose lentamente. El hombre se levantó los pantalones, le acarició la cabeza. Después se arrodilló a su lado y le dijo algo al oído, se paró y se fue.
Intenté pararme y me di cuenta de que Alberto me tenía agarrado de la remera muy fuerte. Me soltó y me dijo: – ahora nos vamos – Yo me paré tratando de no hacer ningún ruido. Pensé que la chica estaba muerta, pero cuando habíamos caminado unos pasos escuchamos un grito muy, pero muy fuerte. Alberto salió corriendo y desapareció entre los árboles. Yo me quedé en el lugar. Me di vuelta. La mujer se había sacado un trapo de la boca y estaba gritando como loca. Tenía sangre en las piernas. Yo temblaba y pensé que nunca más podría moverme. Sólo esperaba que mi papá viniera a buscarme. De a poquito me fui agachando hasta quedar de rodillas al pie de un tronco. La mujer se arrastraba llorando y gritando hasta que se detuvo. Los árboles que estaban detrás de ella se agitaron otra vez y apareció el hombre de nuevo. Éste miraba a todos lados y yo pensé que me vería, entonces me tapé la cabeza con las manos. Escuché que la mujer gritaba otra vez. Creo que el hombre le decía: “Así no…” La mujer le dijo: “No me mates” y escuché una explosión.
Todo quedó en silencio mucho tiempo. No aguanté más y empecé a llorar, pero tratando de no hacer ruido. No podía parar de llorar. Me levanté y vi a la mujer en el suelo y al hombre también. La mujer tenía el revólver de mi tío con el trapo rojo en una mano. Y respiraba muy rápido. Me miró directo a los ojos. No llores, me dijo. No te preocupes.
Salí corriendo con todas mis fuerzas. No sabía hacia donde, pero me alejaba de la mujer. Me golpeé con algunas ramas mientras corría y una me lastimó un ojo. Casi no podía ver por las lágrimas. Por suerte pude salir del baldío y seguí corriendo dos cuadras hasta que no pude más. Estaba cerca de la casa. Empecé a tranquilizarme y de a poco apareció el ruido del mar, que estaba a sólo dos cuadras. Me sequé las lágrimas y caminé a casa.
En la puerta estaba Alberto, esperándome. Me miró con los ojos muy abiertos y me preguntó qué había pasado, que había escuchado un tiro. Yo le contesté que había sido un petardo y entré a la casa.
Adentro todo estaba preparado. El arbolito y la mesa. Había música y la abuela seguía sentada en el balcón y la tía cocinaba. Papá y mamá me preguntaron qué me había pasado en el ojo, que lo tenía colorado. Quería contarles todo lo sucedido, pero sentí mucha vergüenza. Les dije que me había entrado una basurita. Mi tía retó a Alberto por volver tan tarde, pero no fue para tanto.
Todos estaban muy contentos en la casa. Alberto y yo no nos hablamos en toda la noche y él casi no me miraba a los ojos. Esa noche recibimos muchos regalos y aunque no quería, me tuve que comer dos porciones de la torta de chocolate que había hecho la tía Clara. Antes de irme a dormir intenté contarle de una vez por todas a mi mamá. ¡Tenía tantas ganas de llorar! Pero cuando me acerqué, mi mamá me tomó de la mano y me dijo que debería saludar a mi abuela antes de acostarme, pero yo le dije que quería ir solo. Y me dejó. Salí al balcón y cerré la puerta de vidrio para que no escucharan. Sentía como si me apretaran la garganta. Me senté al lado de mi abuela y le conté todo. Lo del revólver, lo de la chica, todo. Mientras, Alberto me miraba desde adentro. Estaba sentado con su juego de química sobre las rodillas. Estaba hundido en el sillón, parecía más chiquito que yo.
Mi abuela miraba el cielo. Traté de no ponerme a llorar, pero alguna lágrima se me escapó. Mi mamá golpeó la puerta y yo me sobresalté, me hizo un gesto para que me apurara y se fue para la cocina llevando una fuente. Yo me paré, le dije buenas noches a mi abuela. Cuando me estaba yendo me tomó de una mano y me acercó a ella. Sacó de su escote algo y me lo dio. Era una colilla de cigarrillo. «No te preocupes», me dijo
Durante la noche vomité varias veces. La última vez me detuve frente a la habitación de Alberto y abrí la puerta. Él estaba despierto, yo lo sé, pero se hizo el dormido.
Fui a la cocina, mientras todos dormían, porque escuché toser a alguien. Era mi tía. Pensé en correr y abrazarla. Entré a la cocina y la vi. Estaba sola apenas iluminada por la luz de la heladera, de espaldas, en camisón, comiendo una porción de su torta de chocolate.
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