Vivíamos los tres en la Calle Fúcar número 4. Debajo, una ucraniana regentaba una pollería que perfumaba la ropa interior que colgábamos en el patio de luces. En el lado izquierdo del portal, con la perspectiva de llegar a casa, se había instalado una artista griega para la que solíamos posar, de vez en cuando, para sacarnos un pequeño salario; seguramente ese dinero caería en manos de la ucraniana, que nos surtía de pollo los domingos de resaca. No teníamos televisor, así que las circunstancias obligaban a reunirnos, noche tras noche, al calor de un porro que peregrinaba.
Cursaban medicina, para orgullo casamentero de mi madre, pero la etiqueta de meros estudiantes parecía habérsele antojado pequeña y gastaban el resto de su tiempo en tantas otras actividades que les hacía parecer, ante mis ojos, como verdaderos hombres del Renacimiento. Yo, mientras tanto, estaba en el último año de arte dramático, para eterna preocupación de mi padre, y mi única obligación adquirida era hacerles reír lo máximo posible cada día. En ocasiones, les esperaba durante horas en medio del salón, envuelta en mi cochambroso abrigo negro, para que al oír la llave arremeter contra la cerradura mis cuerdas desgarraran a voz en grito: ¡Virgen! ¡Mi hija ha muerto Virgen! Nunca se cansaron de mi parodia de Bernarda Alba aunque a mí, nunca me pareció lo suficientemente buena.
Poco después de las fechas navideñas, apareció una araña en la esquina de la ducha. Los tres acordamos, que tal y como estaba la situación de la vivienda en España, no éramos quienes para desahuciar a nadie de su casa, hacerlo hubiese sido una hipocresía con nuestros valores de izquierdas, así que la araña se hospedó como voyeur nudista, sin que nunca le pidiésemos parte del alquiler ni los gastos.
Pero en la época en que despiertan las alergias las cosas empezaron a cambiar. La ignorada novia de Carlos regresó de su Erasmus en Italia y se instaló con nosotros. El calentón hormonal que desata Mayo, le hizo encontrar a Xabi lo improbable en Grindr y se enamoró, recíprocamente, de un bailarín de la Compañía Nacional. El porro peregrino empezó a ser una costumbre ignorada y en su lugar se instalaron los nocturnos arrumacos amorosos, mientras yo me metía en las glaciares sábanas de mi cama a leer el libro de turno.
Un día, mientras esperaba a que el calentador hiciese lo propio, alcé la vista parar mirar si Hortensia había conseguido presa para el desayuno. Pero Hortensia no estaba y la tela de araña, desde la que nos juzgaba, tampoco. Salí escopeteada al salón, ataviada con la toalla, y desperté con mis alaridos a mis compañeros y a la vecina de enfrente, que fingió tender la ropa para atesorar el cotilleo. Después de mi interrogatorio, Carlos me miró, con sus ojos castaños, y me respondió con un simple –A María no le gustaba. Fui hacia mi habitación, me enfundé en unas mallas sin haberme duchado y salí de casa, para regresar al amanecer, con el hombre que aquella noche estrenó mi cama. Los brillantes doctores, empezaron a llamar a ese capítulo transitorio de la perfecta convivencia: La enajenación mental de Bernarda y entre risas me decían que, al fin y al cabo, era tan solo una araña.
Acabé mi carrera cuando se esperaba. Los meses de verano los pasaría con una amiga viajando por el sur de Sudamérica y regresaría en Septiembre, a mi habitación de Madrid, para eso que los adultos llaman entrar en el mercado laboral. El uno de Julio salí muy temprano por la mañana; los demás todavía dormían. Dejé mis muebles y el nórdico de plumón que me había comprado mi madre cuando superé las pruebas de acceso a la universidad. Con la mano que me dejaba libre la maleta, cerré la puerta del número 4 de la de la Calle Fúcar. El día después de llegar a Buenos Aires, salí a conocer la ciudad. Un mendigo, sentado en la entrada de los alfajores Havanna, pedía unos cuantos pesos a los turistas que compraban en la tienda abarrotada. Me saqué mi cochambroso abrigo negro y se lo di. Seguí caminando unas cantas cuadras mientras sentía como me atería el frío. Iba a ser un invierno muy duro.
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