No había nada que hiciera que me hiciera cambiar de parecer. Todo en mi vida estaba completamente destruido hasta el punto que solo existía en mi memoria y si así estaban las cosas, ¿De qué servía que yo siguiera aquí? Ya no iba a regresar a mi casa para ver lo más precioso de mi vida jugando en la salita con sus muñecos, no iba a escuchar sus risas –de esas que con solo aparecer en el peor de mis días, ya eran capaces de hacer que todo lo malo desapareciera y el mundo se llenara de color nuevamente, abandonando las sombras que ahora mismo eran lo que abundaban- y sobre todo, no iba a saber que ella estaba bien. Porque ella ya no estaba.

No sabía la razón por la cual me encontraba encerrado entre estas cuatro paredes cuando debería ser yo el que estuviera en el puesto de ella, yo debería estar allí mientras ella tenía la oportunidad de hacer su vida fuera de los peligros que constituían la mía. Aunque ahora la tristeza, la culpa y el remordimiento me seguían a donde fuera que estaba, nada de eso era suficiente para una escoria como yo. Cada día sentía el cuerpo más pesado, no había podido descansar correctamente desde que todo había sucedido. En mi mente se repetían las imágenes de mi memoria, de sus ojitos una vez brillantes y llenos de vida, vacíos; de su rostro una vez sonrojado, pálido y con marcas de lágrimas; de su cuerpo tirado en medio de la acera, con la sangre saliendo de ella mientras suplicaba y lloraba, esas y más eran las imágenes que plagaban mis noches y mis días. Estaba loco gracias a ellas.

Me habían repetido mil veces que saldría de esta pesadilla en que se había convertido mi vida, que ya lo había hecho una vez y que podía repetir el cometido. Pero ellos no entendían, no sabían lo que se sentía perder parte de ti, no sabían lo que era sufrir y sentir como el mundo se te viene encima, caer a un hoyo sin retorno y sin final, un hoyo constituido de sufrimiento y culpa. Pero yo lo sabía, conocía demasiado bien esos sentimientos como para dejarlos a la deriva e ignorarlos descaradamente, ellos me consumían y yo…yo no hacía nada por detenerlos. Esta vez no tenía ninguna razón para hacerlo.

Poco después de llegar aquí empecé a escuchar voces, ver los contornos de la gente, a experimentar todo de manera más profunda. Decían que aquello era a causa del trauma, pero yo no estaba tan seguro. Un loco jamás acepta que está loco, vive su perdición sintiéndola real, pero yo no era un loco normal y sobre todo…lo mío si era real. No me era posible estar quieto y callado en mi celda personal, no cuando escuchaba los gritos de la que una vez fue mi mujer y veía la agonía que sufría mi dulce niña. Era entonces, cuando bajaba la mirada y veía mis manos, rojas por la sangre de mis enemigos…y entonces recordaba el porque estaba allí.

Mi familia siempre se vio envuelta en el mundo criminal, mi padre era parte activa de la mafia y mi madre hacía contrabando y lavado de dinero. Crecí en aquel mundo y por lo tanto, al ser lo suficientemente mayor, me hice cargo de todo aquello. Fue en el noventa y cinco, durante una redada que conocí a Vanya Kuznetsov y me enamore. Deje de lado todo lo que durante años me había conformado, y decidido a ser un mejor hombre, comencé a trabajar honradamente. Fue un camino muy largo, pero el amor por fin llego a su corazón y entonces fue que nos casamos y tuvimos a la dulce Milenka. Ella se volvió desde su primer sollozo, en mi pequeño retoño; poseía aquel deslumbrante cabello rojo de su madre y mis ojos verdes, su piel era como la porcelana y poseía una sonrisa que derretía hasta el más frio corazón. Jamás me detuve a pensar que dejar atrás todo mi pasado, alguna vez me iba a costar tan caro como hizo. Las perdí a ambas… de maneras tan desgarradoras…aunque finalmente tome venganza, antes de que la policía me capturara, perseguí a todos los que le hicieron daño a mi familia, a los que habían desatado al demonio que llevaba dentro. Los asesine a todos, a sangre fría y sin remordimientos. Se lo merecían por toda la basura que hicieron a lo largo de sus vidas.

Ahora en esta celda que era mi habitación del hospital, me pregunto si mi vida tuvo alguna valía. De no haber sido caprichoso, jamás habría conquistado a Vanya y Milenka jamás habría nacido, por lo tanto ninguna de las dos habría sufrido tanto. Pero el egoísmo es mayor, ellas fueron la luz en mi oscuridad, el puente que me llevo a ser mejor hombre y ser humano, me es imposible desear no haberlas tenido conmigo.

Con cuidado estiro mi mano y agarro un trozo de metal, un trozo de metal que había conseguido tras golpear el soporte de la que se supone era mi cama, un trozo de metal que se convertiría en la puerta de salida de esta infame pesadilla en la que se convirtió mi vida. Puedo oír los gritos desesperados de mis alucinaciones, todos sufriendo y agonizando, aunque solo dos de ellos me causan dolor, alteran mis sentidos y atraen las lágrimas.

Con las manos levemente temblorosas, comencé a pasar aquel metal sobre mi piel; siseando levemente ante el ardor que me provocaban las heridas pero aun así en la cúspide de la felicidad, pronto me reuniría con los amores de mi vida, pronto el calvario al que estaba siendo sometido, desaparecería.

Tras unos segundos, me dedique únicamente a observar mi sangre fluir sin ninguna restricción, poco a poco la vista se me fue nublando y un sonoro pitido apareció tras mis oídos. Empece a sentirme alterado así que cerré mis manos en un puño y apretando los ojos tome profundas caladas de aire. Se sentía como que empezaba a elevarme, un sentimiento bastante parecido a cuando me drogaban, así que me rendí y abrí levemente los ojos, allí estaban mi niña y mi mujer, sonriéndome mientras estiraban sus manos para que las tomara.

— Papa/Amor…

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