El parque de mis abuelos

Quiero sentir que lo que se logra en la vida
poco menos es, que el intento de recuperar la infancia.
Theodor W. Adorno.

Retazos de recuerdos desordenados, hilachas de memorias. Patio mitad sol, mitad sombra, que ponía un límite a los juegos infantiles. Verano, a mediados de los ’60.

Nuestras vacaciones, las que transcurrían para mi hermanita y yo. Ella más pequeña, rodeada de sus muñecas. Vacaciones de barrio, de noches cálidas en la vereda. Carentes de mares, teatros o cines, pero con algún que otro chapuzón en el balneario de Quilmes cuando sus aguas todavía nos podían recibir dulzonas y límpidas.

Y pasaban los días…

Y nos sentíamos sencillamente dichosos…

“Esperando que se encuentren bien como nosotros a Dios gracias” Así comenzaban las cartas que mi madre frecuentemente remitía a su familia en 9 de Julio a trescientos kilómetros tan lejanos en esos tiempos. Pero había una, en enero, que anunciaba nuestro viaje de reencuentros.

Boletos de tren traía nuestro padre. Rectangulitos de cartón, cuatro eran, ¿anaranjados y blancos?.

Un vivir sin carencias, pero simple y franco. Una niñez cándida movilizada por estos hechos que atravesaban con emoción y ansiedad a nuestra rutina.

Noche eterna la última antes del viaje imaginando el campo, el horizonte dorado, la llegada, la casa chorizo de los abuelos con inmensas habitaciones, altas, frescas con su olor tan particular. Los besos sinceros de los tíos y algunas lágrimas que seguramente encerraban en los mayores, dolores del pasado.

¡Nieto! ¡Nieta! Así nos llamaba nuestro abuelo, viejo pícaro con su pipa eterna que competía con la de papá. Nunca usaba nuestros nombres. Cinturón largo y camisa desabrochada que nos mostraba el ombligo. Y el silencio de la abuela, pocas palabras, sumisa, acostumbrada tal vez a una vida dominada, sin voz ni voto. Pero los queríamos y seguramente ese cariño era recíproco.

Y al día siguiente, el parque.

Gigante arbolado invitando a correr, a volar por entre las ramas. Hechizo de hojas frescas silbando suavemente por la brisa que encrespaba el agua de la laguna. Cada rincón que descubríamos nos hacía brillar los ojos, mejillas coloradas pintadas por un sol perfecto, piernas de niños incansables.

Y así era el parque, el de los abuelos, el de 9 de Julio, el de nuestros años infantiles, el del tren, el que nos guardaba en el alma la libertad y felicidad sin límites.

Recuerdo que volvimos solos en 1974. No fue nuestra sensación muy distinta, al contrario, creo que retrocedimos hasta aquellas primeras veces y volvimos a correr.

Una semana después de la vuelta al barrio, mi vida cambiaría muchísimo. Pero eso, quizás, pueda contarlo algún día.

www.nuvelle.com.ar

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS