A oscuras
Al fin me han dejado solo. Por momentos me pareció que no lo lograría: tanto insistir en que los acompañara, aunque saben perfectamente que no me gustan las películas románticas. Rocío, con su buen corazón, casi me estropea la coartada: que podíamos ir a ver otra que me gustara, que lo importante era que fuéramos toda la familia. No lo he dicho, pero sin mamá ya no somos la familia completa. Ni mucho menos.
Me ha salvado el egocéntrico de Rubén: que de eso nada, que siempre tengo yo que ser el especialito. Y yo, que gracias, Rocío, pero que no, que fueran a ver esa, que además quería terminar un trabajo de Sociales. Mentira. Ya sabía yo lo que de verdad quería hacer: el cuarto trastero me estaba esperando.
Papá ha zanjado el asunto con un «Haya paz. Quédate si quieres, hijo, otro día vamos todos». Cuando por fin han salido y he cerrado la puerta me he dado cuenta de que el trastero, más que esperarme, me llamaba. Por ello he andado inquieto, enredando con el móvil para que pasaran rápido los quince minutos prudenciales por si papá se hubiera olvidado algo.
Al llegar el ansiado momento me he asomado a la ventana, he comprobado que nadie andaba cerca de la casa y me he quedado quieto unos segundos, acariciando el delfín del colgante que me regaló mamá y que siempre llevo conmigo. Cuando he cerrado detrás de mí la puerta de acceso a la escalera del sótano he sentido que la llamada del trastero se tornaba acuciante.
Aquí está. Le echo un vistazo rápido, para situarme, y enseguida apago la luz y cierro la puerta. Oscuridad. Eso era lo que necesitaba, para lo que el trastero me estaba llamando. Él sabe que solo en su seno y sin luz puedo encontrarme conmigo, conectar con mi yo auténtico, ese que escondo a los demás y también -lo sé aunque hago como que no me entero- a mi yo más convencional. Y sabe también que hoy tengo algo importante que contarme.
Respiro profundo una, dos, tres veces. Puedo escuchar mis inspiraciones y mis espiraciones. La última la alargo todo lo que puedo, más allá de cuando dejo de oírla, hasta vaciar el aire de mi abdomen. Permanezco inmóvil durante unos minutos. Escucho el silencio. Ahora me siento sereno, lúcido.
El olfato se me agudiza. Huelo primero la goma de las ruedas de las bicis, colgadas en la pared a mi izquierda. Es un olor agradable, muelle, aventurero. Giro la cabeza hacia la derecha y huelo el serrín afanoso, esforzado. Sé que viene de la mesa que usa padre para sus bricolajes, pegada a la pared un metro a mi derecha.
Huelo las pinturas de los estantes al fondo del cuarto, embriagadoras. Me surge el deseo de acercarme a ellas. Avanzo con pasos muy lentos, recreándome en la sensación placentera de moverme en la oscuridad como un animal al acecho con todos sus sentidos alerta. Con el movimiento percibo la caricia del aire quieto en las zonas desnudas de mi piel, en mi cara, mis brazos, mis manos, las cuales llevo un palmo por delante del pecho por si tropezara con algo, aunque lo dudo.
Con el cuarto paso golpeo algo ligero en el suelo que se desliza con facilidad. Por el sonido deduzco que se trata de un pequeño taco de madera. Me paro y al momento oigo algo que se mueve, tal vez corretea. ¿Un ratón? Mantengo los ojos cerrados y afino el oído, pero ya no oigo ningún ruido.
Es entonces cuando escucho la voz. La reconozco, es la misma de otras ocasiones aquí en el trastero. De alguna forma, la estaba esperando. Me dice que en uno de los estantes en donde están las pinturas hay una caja de herramientas, y que en ella puedo encontrar una linterna. Pero que tenga cuidado de no pincharme ni cortarme, porque junto a ella hay también clavos, chinchetas y un cúter.
Avanzo otros cuatro pasos, lentamente, percibiendo cada vez más intenso el olor a pintura, hasta que mis manos tocan un objeto cilíndrico recubierto de papel. Lo tiento por ambos lados, abrazándolo con mis manos, los dedos de una casi tocando los de la otra, y luego lo recorro arriba y abajo para comprobar sus dimensiones: algo más de un palmo. Palpo después otros botes similares detrás de este y a sus lados. Acerco mi nariz al primero de ellos y confirmo que son los botes de pintura. Saco del bolsillo mi monedero, y de él, una moneda, con la que hago palanca para abrir el bote. Acerco de nuevo la nariz e inhalo profundamente varias veces hasta que siento los vapores inundando mis pulmones y ascendiendo por mis sienes, y estas palpitando con fuerza.
Ahora oigo la voz justo detrás de esas palpitaciones diciéndome que un poco más a la izquierda está la caja de herramientas. Me desplazo tanteando con la mano izquierda hasta que doy con ella. Me gusta sentir su frescor metálico, es de las antiguas. La conozco bien, así que la abro sin problema. El entrechocar de hierros en su interior me suena como un reclamo.
Sus compartimentos son grandes, y en el inferior encuentro enseguida la linterna. La saco y la coloco junto a la caja. No es lo que voy buscando. Palpo en ese compartimento: tres cajitas redondas que por su sonido deben de contener chinchetas una de ellas, y clavitos, escarpias o similares las otras dos; tres destornilladores de distintos tamaños, todos con mango de plástico; unos alicates y algo que por su superficie estriada podría ser un cúter. Lo cojo con cuidado. Efectivamente, debe de ser un cúter cerrado, por el botón en un extremo y la ranura en el otro. Acciono el botón para sacar la cuchilla y me recreo en su tacto, no tan fresco como el de la caja. Me acaricio con ella el pulgar izquierdo. Vuelvo al bote abierto y repito las inhalaciones. Busco la pared donde acaba el estante por la derecha, me siento en el suelo y apoyo en ella la espalda.
Entonces me acaricio con la cuchilla el dorso de la mano izquierda, el brazo hacia el codo y luego de vuelta hacia la muñeca. Giro esta, presiono un poco más sobre el cúter y lo deslizo. Siento salir la sangre, que cae sobre mi pulgar derecho. Descanso el cúter entre mis piernas y luego los brazos a lo largo de estas. Respiro profundo. Siento cómo se me dibuja una sonrisa dulce, una sonrisa de paz. Poco a poco mi mente se aletarga.
Ahora es otra voz la que oigo, la de mi madre, que me llama y dice que me espera, «hijo querido, déjame que te abrace».
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