Al menor de los varones lo llamaron Marcelo, ideal para el chiste fácil.. Era el único a quien mis viejos nunca pusieron un diminutivo cariñoso, siempre fue Marcelo a secas, porque era el rebelde, el insurrecto, cuando había necesidad de mencionar su nombre era generalmente para cagarlo a pedos o para contar alguna jugada sucia que había salido mal, entonces no se ajustaba mucho al relato andar diciendo… ¿viste que Marcelin se robó la plata del profesor particular para comprarse unas botas? ¿viste que a Marcelin lo rajaron de su primer laburo por fumar porro en el baño? no… era Marcelo, a secas, iba mejor con el tono dramático.
Cuando Marcelo había apenas cumplido sus 23 años fue tentado a aventurarse y a cambiar de paisaje, decisión que seguramente no había sido nada fácil para un tipo que acostumbraba ser muy apegado a sus afectos, pero al mismo tiempo representaba una oportunidad única que avivaba con fuerza su recurrente afición a los embrujos de la adrenalina.
La nueva vida arrancaba sin demasiadas resistencias, había llegado a Lima con su compañera de aquel momento, con un techo asegurado y con trabajo en Miraflores.
Era un gran dibujante, en Buenos Aires, desde muy temprana edad se había dedicado al arte del tatuaje, oficio que luego también atrapó al mayor de los hermanos y que comparten hasta el día de hoy.
Llegando al primer año en Perú ya había ganado bastante reconocimiento entre los artistas locales, de distintos lugares aparecían viajeros entusiastas dispuestos a someterse al dolor de llevar en sus cuerpos las huellas de sus antepasados, de sus descendientes, de sus amores, o de sus ridículas ocurrencias de borrachera. Y aunque él se encontraba ya en condiciones de elegir cuáles trabajos hacer y cuáles no, llegaba hasta el límite de hacer 20 tatuajes en un solo día.
Eran tiempos vertiginosos, donde se había producido una de las combinaciones mas peligrosas con las que puede tropezar un joven de 24 años, altas dosis de prestigio y remuneración en dólares. Combinación que claramente lo fue provocando a recorrer los tempestuosos caminos del exceso.
Uno de esos viajeros venia desde muy lejos un sábado a la noche, en el momento de mayor actividad, el estudio estaba repleto de gente, el español de unos treinta y pocos años había aparecido acompañado por una mujer, también española, habían llegado recomendados como muchos otros y como muchos otros tuvieron que esperar, algunos habían tenido la suerte de poder hacerlo sentados, pero en este caso no tuvieron esa opción, permanecieron parados, reclinados en el mostrador durante mas de una hora.
Llegado el momento, el español es finalmente llamado a sentarse en el diván, tenia un aspecto enigmático, no alzaba la cabeza, mas bien refugiaba su mirada con la ayuda de un sombrero de gamuza color marrón estilo cowboy y una barba desprolija e inusual que disimulaba aun mas su aspecto reconocible.
El tatuaje era simple, la imagen de Ai Apaec, la deidad principal de la cultura Moche representado por un rostro con dientes de jaguar, ojos de búho y rodeado por olas marinas.
-¿De que parte de España sos? Dijo Marcelo ya entrando en conversación como siempre lo hacía.
-De Zaragoza
-Ah Zaragoza!, imagino entonces que conoces a los Héroes del Silencio (Banda que por cierto estaba sonando en ese momento en el lugar)
-Si claro, los conozco – Respondió
-Y dime ¿que te parece? tengo un amigo en España que me dice que allí no los escucha nadie, que los españoles prefieren escuchar a Sabina antes que a los Héroes.
El español se había sorprendido un poco por el comentario, le clavó la mirada por un segundo para luego agachar la cabeza nuevamente, en un evidente gesto de incomodidad.
-Claro que se escucha mucho allá, tienen lo suyo. – Sentenció intentando compensar la ofensa.
Marcelo era un vehemente seguidor de la banda y de su vocalista que a esas aturas ya había lanzado su carrera solista hacia varios años.Si alguien le preguntaba en aquel momento a que personaje vivo o muerto le gustaría tatuar, hubiera respondido sin dudar, a Enrique Bunbury, había comprado todos sus discos e incluso le habían regalado un libro biográfico que leyó hasta el punto de memorizarlo.
Las dudas no se hicieron esperar, ¿acaso era él? ¿acaso la había cagado otra vez hablando de más? ¿acaso el momento con el que había estado soñando y que parecía algo imposible estaba produciéndose en ese preciso momento?. Sus pensamientos intentaban apartar la bruma, no pensaba con claridad un poco por el cansancio de la jornada y otro poco producto del desorden mental que le causaban las sustancias a las que estaba acostumbrado durante esos años.
Soltó de golpe el pedal, apoyó la máquina de tatuar en la mesa, lo miró como quien se encuentra a punto de resolver un acertijo sustancial e hizo la pregunta que suele venir antes de cualquier conversación, pero que en este caso parecía haberse demorado un poco.
-¿Vos como te llamas?-Enrique-ya ya, y tu apellido ¿me dices que no es Bunbury?-No, me apellido Ortiz
La cuestión era muy clara, Enrique Ortiz de Landázuri Izarduy era el nombre real del músico pero el joven tatuador no pudo separar en su recuerdo lo complicado de lo simple en semejante trabalenguas de identidad, por tanto no hubo coincidencia ni reconocimiento cabal, pero tampoco pudo descartarlo, se quedó empantanado en una incertidumbre mortificante pero esperanzadora.
La conversación que siguió sostenía un tono amable y simpático, Enrique pidió a su compañera que fuera a comprar unas cervezas, mientras tanto preguntaba sobre la situación política Argentina y aunque el español parecía estar bastante informado al respecto, no era nada fácil para los desarraigados responder ese tipo de preguntas a principios del 2003.
Marcelo mantuvo su sensación de duda intermitente hasta el final, el trabajo terminó rápido, Enrique terminó su bebida y salió del lugar intercambiando la posta con Ana quien resultó ser violinista de la banda.
Estaba ya asqueado de tanto interrogante, lo primero que hizo antes de tatuarla fue preguntarle.
-Te pido por favor que me digas si estoy loco o si tu acompañante es quien yo creo que es – de haber conocido a Marcelo con seguridad hubiera confirmado ambas preguntas, pero se limitó a responder la segunda.
-Pues claro si era él!
Ana le contó que habían llegado a Perú en busca de cajones de percusión para la grabación de su nuevo disco, «Un viaje a ninguna parte».
Marcelo se apresuró a terminar el trabajo, estaba a la vez eufórico y decepcionado, porque ni siquiera había podido sacarle una foto al tatuaje, lo cual siempre hacía, ya que por esas curiosidades del destino ese día había olvidado su cámara.
Lo primero que hizo fue llamar a su amigo en España para contarle la hazaña, quien le hizo darse cuenta de algo obvio, Enrique seguía en la zona, era sábado a la noche, su compañera recién había salido del estudio y estaban tomando algo seguramente en algún bar de los alrededores.
Salió corriendo a buscarlo pero era tarde, no tuvo éxito, estaba destinado a no conservar evidencias mas allá de su propio recuerdo, aunque aun podía contar con el respaldo de la memoria ajena, por lo que era necesario cuanto antes transmitirlo a los amigos.
Estaba feliz, su sueño estaba cumplido, había dejado la marca de su arte en la piel de su ídolo para siempre, sin importar las torpezas del encuentro, sería recordado por él cada vez que alguien preguntara por el símbolo pintado en su brazo derecho, su tatuaje saldría en la portada de revistas alrededor del mundo e incluso formaría parte de su intimidad.
La tercera persona a la que llamó fue a mi, lo recuerdo muy bien.
-Hola Osky, soy yo, Marcelo
-¿Qué Marcelo?
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