La escuchaba tocar el piano desde mi habitación en un segundo piso,
la oía todas las noches tocar «Sonata claro de luna».
Siempre me pareció triste y oscura, ella era consciente de eso.
Aunque desde que la tocaba ella en la sala de estar durante las noches me parecía aterrador.
A veces miraba el reloj, esperando la hora en que comenzara el martirio; me tapaba hasta la cabeza y cerraba los ojos con fuerza.
Aunque me tranquilizaba que nunca cesase de tocar, era el único consuelo que me iba quedando.
Es extraño como el amor se marchita como se marchitan las flores, como se convertía en odio y se teñía de rojo. Como finalmente termina en temor y venganza.
Ella lo sabía, pero yo lo sabía aún mejor.
Entonces el concierto infernal comenzó una vez más, puntual como cada noche a las once en punto.
Las notas martillaban mis oídos como un llamado desde lo más profundo de los abismos.
Como cada noche me cubrí por completo esperando dormir y amanecer en un nuevo día a la espera de la noche como cada día.
Habría esperado toda una vida, – me había dicho ella. – jamás te olvidaría, ni te dejaría atrás. Seremos tú y yo por siempre.
De pronto las notas cesaron antes de que me durmiera, y sentí sus pasos subir por las escaleras.
Entonces lo ultimo que pude recordar fue aquel día en que decidí separar nuestros caminos.
Amor no es para toda la vida,- le dije sosteniéndola entre mis brazos antes de arrojarla en aquella fosa en el patio trasero, allí donde planté sus rosas blancas favoritas.- Jamás quise terminar así pero tu bien sabes que no me lo hubieses hecho más fácil.
Quizás haberle regalado aquel piano no había sido tan mala idea, ese había sido el aviso de que nuestra unión sería eterna.
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