Esta mañana, al colocarme mis tenis blancuzcos ya amarillentos, para hacer la caminata diaria, me puse a pensar

que es difícil que uno mismo no precise los colores de los primeros escarpines, y más adelante, intentando dar los primeros pasitos, los zapaticos de bebé, por obvias razones, aunque este impase se puede solucionar, preguntando a papá o mamá, o echando guinda al nené de algún familiar, o de la vecina, o meter las ñatas en la iglesia, en ese acto religioso de derramar agüita sobre la cabecita, o no sé si en este último caso estarán desnudos. Pero sí me acuerdo perfectamente de los primeros zapatos que me sostuvieron en ese tramo final de la niñez y parte de mi adolescencia.

Fue una época única donde los pirrieles, como decía chistoso un mompita con su hablado de camaján y un pucho en los labios, fueron acompañado por medias blancas, altas, por el pantaloncito corto, sostenido por cargaderas de colores y “la mota de Humberto”.

Y preciso que un domingo, por la tarde, mi madre se fue a visitar los almacenes, y después de un buen rato, llegó a casa con un paquete grande, Hijo, tu regalo de cumpleaños. Y como siempre, pues uno corre a abrirlo con ansiedad, apagar las velas y devorar parte del pastel. Y vaya, regalo un par de carramplones que parecían tanques de guerra, negros, cabezones en las punta, y de puro cuero (en esa época no había nada de material parecido, sintético, hechizo). Me llamó la atención los zapatos (no porque tuvieran alguna gótica de sangre de los Pumas, Nike, Adidas o Reeboock, que poco sonaban por estos días), más que todo por la novedad, por ser achatados en sus narices, por el estreno, pues todo estreno es bueno ya que se cambia de caminado y se chicanea mostrándolos en una esquina, y para que le digan a uno, ¡Huy, tan pinchado!, ¿no? Me parecían si un poco rústicos, pero con sospecha de que ese par de negritos, serian inmortales; y me dio la impresión que tendría que convertir los balones en piedras para poder acabarlos.

Vaya bronca la de mis mompitas en el colegio, en el parque, en las calles, ¿Quién pompó, mijo? ¡Huy, tan creído! ¡Dame un autógrafo! Me sacaron tanto la piedra que para ahuyentar la murga, me fui de allí montado en una saeta.

Las guindas se acostumbraron a mis zapatos, luego los vi estrenando a ellos, y a todos, de los mismos (se pusieron de moda), y me reía, ellos achilados, me pagaban con creces sus broncas. Luego fue una costumbre, y a la hora del té, bien embolados, no parecían tan burdos.

Y empezó a andar esa parte de mi vida a través de mis zapato: Me acompañaron como fieles escuderos por todo el paisaje valluno, el cuyabros, el payanés, por todos los caminos de mi terruño chico, en las escuelas (especialmente la escuela de la vereda de San Gerardo, sitio pedagógico que trae a mi materia gris no los tacones sino las piernas bien hechas y velluditas de la maestra) y colegio Bolivariano, cuando en fila, íbamos a misa; en fincas, en las baldosas de los agualulos, repichingas, en los paseos, velorios; en canchas, pateando el balón; en épocas lluviosa en la ciudad de Cali cuando íbamos a la escuela, y había que caminar como veinte cuadras, mojándolos no sólo con los aguaceros sino en los charcos que se hacían en las calles, tratando de ahogarlos; en kilómetros de caminos de herradura, lomas, empapados de barro, chuteando piedras, y nada que se deterioraban; solo se ponían arrugados, caratejos, no por viejos sino por ganas de vivir más; bastaba sólo limpiarlos con agua y echarles por vaciadas betún “jonrón”, cepillarlos, luego brillarlos con el saquito rojo, y volvían a quedar como nuevos. Y creo que como venganza de ellos por el maltrato que les daba, se pusieron más resistentes, y también ahondaron más el mal olor de mis pies (soberana pecueca). Para descansar me ponía los tenis Croydon, que era el compañero ideal de mis zapatos multiusos para la propagación del dichoso olor. Por la noche, después del rezo, la revisión de niguas y candelillas (sobre todo en la finca), como último juego del día, tirábamos las medias al techo, y estas quedaban pegadas. Vaya problema para bajarlas, había que traer la escalera. Y échele mano al ácido bórico que era el único remedio que la espantaba por un buen rato.

Mas sin embargo, esta secuencia, no hizo cambiar de idea a mis viejos, por el contrario se morían de la dicha por los ahorros de pesos que le daban mis dichosos zapatos. No me compraron zapatos por muchos años, pero si betún al por mayor, porque embolados, parecían recién comprados. Y por chicanería uno le decía a los mompitas, miren, estoy estrenando.

Una noche, en casa, aprovechando que los viejos habían salido, resolví un picante plan para librarme de mis cueros de acero, los envolví en una chuspa, y los tiré por la ventana de atrás de la casa. Respiré. Me había librado de ellos. Quería estrenar otros. Ya era justo. Más tarde, mis padres llegaron, mi viejo traía en sus manos una chuspa, y mientras yo la recibía tensionado, me dijo con cierto aire divertido, irónico, Hijo de traigo un bello regalo, y me lo entregaron las muchachas que viven enseguida. Otra vez cumpleaños tan ligero, pensé morrongo, colorado, después tuve que esgrimir una vieja disculpa, Los puse a secar en la ventana, y tal vez se cayeron. Sí, cómo ño, se cayeron solitos y envuelticos, ¿no?, respondieron en coro mis padres. No me salvé del hijuemadre regaño, pero sí de la paliza de tres ramales, gracias a Dios, y a seguir caminando con mis portentosos zapatos diciendo presente cada vez que llegaba a casa y me llamaban a lista, e incluso saludándolos en la calle, cuando me topaba sin escape por una esquina.

A ciencia cierta, no sé qué día dejé de ponérmelos. Tal vez cuando llegó la época plena del cocacolo, pues pasaron de moda por culpa de la invasión de las zapatillas apaches y las de marcas conocidas extranjeras.

A pesar que me deshice materialmente de ellos, hoy en día, a ratitos, los busco en el zarzo o sótano, espacios fantasiosos del apartamento, y si no los pillo, seguro, los hallaré en el rincón de San Alejo de mi corazón.

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