“Inesperado”

— Demoraste poco— susurró ella mientras forzaba una sonrisa, a duras penas. La dulce llovizna de mediados de mayo había perlado su cabellera dorada, que se encontraba anormalmente obscurecida. Hincada sobre una de las escalinatas centrales de la Teodoro Schmidt, una pequeña plaza cercana al centro de la ciudad y que era visitada regularmente por estudiantes de los liceos que circundaban las faldas del cerro Ñielol, parecía desencajar su fuerte tonalidad de tez entre lo grisáceo del paisaje.

El muchacho jadeaba. Había venido tan rápido como pudo desde la Universidad, que quedaba del otro lado de la brumosa ciudad; entregó mil disculpas a los compañeros con los cuales había quedado, pero aquella persona era más escurridiza que la lagartija más avezada del campo, y no podía ser por buenas razones el que se haya intentado comunicar con él. “¿Puedes venir…?” fue todo lo que el saldo del celular alcanzó a transmitir, suficiente para haberlo traído aquí, en este momento y en este lugar.

— ¿Qué te pasó? — preguntó él, dejando el ensimismamiento en el que le había contemplado por algunos segundo; tras los rizos amarillos una líneas rojizas le salpicaban por todo el rostro, y sus manos. “Mi mamá”, susurró apenas. Le tomó de las manos y la levantó; la liviandad de su cuerpo le asustó un poco, considerando que nunca había sido particularmente delgada; era más bien la sensación de que estaba ida, en completa dispersión. Un pequeño abrazo detuvo por algunos instantes el frío de la tarde, caminado luego unas cuantas cuadras hacia el poniente, donde arrendaba una pequeña pieza individual donde encontraba cobijo durante las noches, y cuando podía evitarse las salidas al campus.

Ella cojeó todo el camino. Pocas palabras se intercambiaron, básicamente las de rigor. Cómo estás. Qué estás estudiando. Hace cuánto habías llegado. Nada sobre qué estaba haciendo allí, qué le había pasado; tácitamente esperaron a que él cerrase la puerta de su pieza y ella se desplomase lentamente sobre una cama sin hacer. Primero fueron las lágrimas gruesas entrecortadas con pequeños gemidos lastimosos, seguidas del característico sonido de quien limpia una nariz mocosa. Sentado al borde de la cama esperó a que se calmase, mientras se atrevía apenas a darle unos suaves golpecitos en la espalda. Pasaban de las siete y media, y el apagó la luz para que durmiese.

Antes de que sucumbiera al sueño que producía un llanto acongojado, ella narró un poco de la historia. Nunca había sido buena para explicar lo que pasaba por su mente, pero entre los numerosos paréntesis y omisiones, logró captar lo esencial: su madrastra había vuelto a tener un ataque de ira, y esta vez ella le había enfrentado; la última vez había sido tres años atrás, y le significó un viaje forzoso a Valdivia; esta vez, con la mayoría de edad, implicó una pequeña lucha en la que, al parecer, ella había sacado la peor parte. La cocaína era el factor principal, pero nunca habían tenido una buena relación y sus caracteres explosivos y reactivos hicieron el resto. La pelea había sido al mediodía, desde esa hora que vagaba por el centro de la ciudad hasta que terminó en la plazoleta.

Él salió a comprar a un supermercado cercano; algo de pan, algunos dulces que recordaba le gustaban, unas sopas instantáneas para que se recuperase de la pasada de frío que de seguro se ganó en las baldosas de la Teodoro. Mientras esperaba dentro de una fila eterna mientras las cajeras resolvían tal o cual problema con las máquinas registradoras, le inundó los pequeños recuerdos que pensó ya no tenía tan frescos del tiempo que habían compartido en el Liceo. Ella era alegre, extrovertida en demasía, siempre buscando pequeños problemas y riendo a carcajadas que usualmente le significaban pasar uno o dos periodos completos fuera de la sala. Y él, desde su pupitre, le observaba encantado, absorto en ese cabello rubio que revoloteaba por los pasillos y en esos ojos preciosamente azules que le enrojecían cuando por trabajos designados o el simple azar permitía que se encontrasen. Era un pequeño y dulce amor adolescente que creció durante todo un año, y quizás sólo ella lo ignoraba porque era un secreto a voces que los amigos de ella (odiosos en extremo para él) se encargaban de explotar con voces burlescas. Sonrió algo avergonzado cuando recordó la forma absurda en que se había declarado, y cómo ella le rechazó de plano, entre las risas de sus compañeros. Días aquellos.

Susana estaba despierta aunque bien acurrucada bajo las frazadas. Su sonrisa había dejado de mostrarse forzada y blandía una brillante corrida de dientes que cada tanto aparecía y reaparecían, con cada escena jocosa en la que los personajes de la serie de televisión que estaba mirando soltaban alguna humorada. Ahora él recibió un abrazo más fuerte y sentido, y un agradecimiento sincero; se río cuando vio que le había traído una sopa de pollo y se enfadó porque al final esas galletas no eran las que le gustaban; recibió un pequeño golpecito en el hombro que él tomó como una caricia sensata de una vieja amiga.

Y es que después de la declaración fallida y una serie de enredos innecesarios de explicar se volvieron mucho más unidos. Conversaciones insulsas, cimarras entre periodos, pequeñas estancias en cibercafés viendo animación japonesa; de a poco la sólida imagen de niña fuerte y encantadoramente alegre se derrumbó tras todos los comentarios sueltos relativos al tóxico ambiente de su casa. Y aunque para el resto esto era invariable, él comenzó a cuidarle y protegerle más y más, mientras ella se refugiaba en él más y más. El amor también madura, y no fue la excepción esta vez.

Un día no volvió más. Solapadamente consultó en donde pudo, y apenas si recibió informaciones confusas: que la habían retirado del Liceo para cambiarle a uno de niñas, que un problema grave de salud de sus padres necesitaba que ella se quedase un tiempo para cuidar a su hermana pequeña. A través de un chat que sólo a veces utilizaban supo la versión más fidedigna, la razón por la cual ahora estaba en Valdivia. Las conversaciones se hicieron cada vez menos frecuentes, menos alegres, menos efusivas, y cuando una mañana el leyó que estaba pololeando con un cabro de la ciudad, la comunicación se cortó. No había rabia, o frustración, ni celos, bueno, un poco de eso último sí; sólo el espacio vacío que dejan las relaciones pausadas.

Estos tres años en que no supo casi nada de ella, él pasó mucho tiempo yendo entre algunas amistades itinerantes y otras que permanecían, y amores fugaces que le daban al transcurso de su vida unos sobresaltos dulces y ácidos; aun así, como bien dicen, el primer amor nunca se olvida, y cuando su corazón se tranquilizaba de esos deliciosos vaivenes, los recuerdos de ese año y medio compartido emergían casi sin querer. Muy en el fondo, nadie llenaba ese espacio vacío tan bien como ella, y esa sensación incómoda en el pecho no desaparecía en ninguna de las estaciones. La universidad en algo le había hecho olvidar bastantes cosas de su vida en la secundaria, pero esta llamada tuvo el mismo efecto de una vela que se termina consumiendo en una noche de luna llena; su luz era insignificante frente a la presencia de la lumbrera celeste.

*

— ¿Puedes apagar la luz? — dijo mientras bostezaba; pasaban de las tres de la mañana y el final de temporada de la serie había sido algo decepcionante. Nada importaba en ese sentido; salvo el haberle tenido abrazada todo ese tiempo, y ella mostrándose feliz, como en aquellos días. Sin demasiadas explicaciones, aunque con algo de pudor, habían terminado por compartir ese lecho improvisado y tibio; el apagó raudo la luz y regresó a la cama a resguardarse del frío que empezaba ya a calar hondo. La pieza era gélida por naturaleza, pero este pequeño rincón temperaba muchísimo más que la ineficiente calefacción central.

— ¿Qué harás ahora, Su?

— No lo sé todavía…supongo que iré donde mi tía que vive en la parte negra de la ciudad, le hablaré por la mañana. ¿Ya me estás echando? Sólo será esta noche.

— Ese es el único alivio que tengo… ¡Oye! Ese sí dolió.

— Tontito, no hace falta que finjas no estar contento—, se dio vuelta y su espalda se había destapado por el movimiento; un acto reflejo hizo que le abrigara con un brazo, que ella tomó delicadamente y lo posó con suavidad sobre su pecho—. En verdad te lo agradezco. Me sorprendió bastante que hayas reaccionado así por mí, después de todo el tiempo en el que no nos habíamos visto ni sabido nada el uno del otro.

— Todavía me debes unas cajas de jugo que te gané de la última vez…

— ¿¡Cómo puedes acordarte de aquello!? — explotó ella en una aguda risa; él le tapó la boca ya que habría sido bastante infortunado que despertaran al resto de quienes dormían en la pensión; ella pasó a morderle unos dedos y él se aguantó un improperio y una carcajada mayor.

— Nunca olvido lo que gano pues Susana, y esas te las gané limpiamente. Ahora en serio, puedes creerme o no, pero yo no me he olvidado mucho de ti.

— No te creo.

— Pues deberías.

— No quiero creerte.

— Bah, ¿y eso por qué?

— Me harías sentir algo culpable por haber hecho que te enamoraras de mí para luego no habernos hablado durante estos dos años.

— Tres años, sí, fueron tres años. Y la parte del enamoramiento es cosecha tuya ah, sólo recuerdo que me caías bien durante el liceo— un nuevo golpe, más suave, le hizo dejar la frase inconclusa. Volvió a darse vuelta ella, sin soltar el brazo que le rodeaba, y esta vez ella se acercó un poco más a él. Pudo haberse alejado, pero el sueño también le pesaba y la somnolencia terminó por dejarle ahí, sintiendo la calidez de aquella muchacha por la que tantas veces río y otras varias se entristeció. Antes de quedarse dormido, sin saber realmente por qué, se acercó sólo un poco más, hasta que pasó a rozar con sus labios el cuello de su amiga, de su amor platónico. Cerró sus ojos mientras el aroma de su piel le envolvía y le embriagaba; era una sensación extraña, de ensueño, una situación improbable que detuvo el tiempo en el interior de aquella habitación. Era también un sueño cumplido, una realización. Y también un triste premio de consuelo por todo ese tiempo perdido.

— Sigues siendo una isla de tranquilidad en mi vida, ¿Sabes? — esta vez susurraba, su voz se apagaba—, necesitaba volver a sentir esta sensación. No sabía cómo decírtelo sin que pareciera que sólo pedía un favor y nada más. Es, para mí, mucho más que eso.

— ¿Tú dando rodeos? Valdivia y los lobos marinos no te han hecho nada bien.

— El frío, la lluvia y la humedad nunca me molestaron mucho en realidad; ¿recuerdas que te mencioné lo de un pololo que tuve allá? Duramos menos que un candy, me aburrí de él tan pronto que ya ni me acuerdo por qué se me ocurrió tener algo.

— No fue lo que me dijiste en ese tiempo.

— Hace tres años no tenía nada claro pues Manuel, ni cómo iba a vivir, ni qué hacer, si seguir estudiando o no, nada. Si me preguntaras ahora, no me molestaría estar contigo; sigues siendo igual de simpático que antes. Quizás con un poquito más de peso pero no has dejado de ser ese cabro dulce que conocí en el liceo.

— Lo del peso no te lo aguanto, es culpa de la universidad— replicó él defendiéndose.

— ¿Y sobre lo demás? ¿No tienes nada que decir sobre aquello? — inquirió Susana mientras se daba vuelta y apoyaba su cabeza en el hombro de Manuel; un abrazo caluroso y un beso en la mejilla de su amigo fueron más un detonante que el simple cierre de una conversación de trasnoche, aquel beso se transformó en un recorrido tras el cuerpo de la ahora mujer que había añorado por tanto tiempo, y que ahora le recibía con los brazos abiertos y un calor que no había experimentado con otras. Sabía él que había algo de malo en todo esto, que no tenía sentido, que estaban forzando un momento y una situación que no les correspondía, ¿pero qué sentido tenía también negárselo? En la profundidad del estado semi inconsciente en el que se encontraban, por primera vez desde hace mucho, se sintieron plenos. En una entrega recíproca, fugaz, placentera. Lo silencioso de la madrugada se interrumpía ahora con las suaves exhalaciones de quienes pretendían inmortalizarse, hacerse perdurar en este tiempo presente, como si sospecharan que después de esto no volverían a repetirlo. Y uno de ellos tenía razón.

*

Cuando Manuel despertó, evidentemente, todo había cambiado. La ropa que le había prestado para dormir se encontraba sobre una esquina de la cama, doblada con amabilidad; la taza donde se había servido la sopa instantánea estaba lavada, las galletas que no le habían gustado ya no estaban. Ni Susana. Era inútil intentar discernir en qué momento ella se había ido, pero aún sentía el sabor de sus besos en la comisura de sus propios labios, y en la yema de sus dedos, la suavidad de su piel permanecía todavía intacta. Se le había escapado, otra vez.

No había conclusión en esto; no había un cierre como tal, ni siquiera una despedida. Como una tradición no reglada que habían mantenido todos estos años, esperó él que volviese a aparecer, de improviso, en alguna extraña circunstancia que le trajese de nuevo a su presencia, o que pudiese él integrarse a la suya. Se levantó con una energía inusitada y una alegría que no entendía muy bien qué era lo que la generaba, y al darse vuelta notó que un par de pequeños cabellos dorados se posaban sobre su almohada. Sonrió.

— Y pensar que dijo que no le gustaban esas galletas.

Esperaría esa llamada, ahora esperada.

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