EL METODO BOLAÑO
He estado leyendo la libreta de Matías. El siempre la lleva encima, y dice: – “Si viene la inspiración que te pille con papel y lápiz” – . Las notas que toma en su libreta, le sirven luego para participar en el taller de escritura creativa, que tan entretenido le tiene últimamente. En nuestro último encuentro me contó que el nuevo proyecto no le motivaba demasiado, y que no encontraba la forma de completar un relato interesante. Me dijo, que no acababa de ver como plantear la situación, pues, les piden un relato en el que se definiera al personaje a través de las cosas que mira en un restaurante.
Durante todo el mes, Matías ha estado yendo por restaurantes y bares, intentando encontrar una historia, observando a los clientes y a los camareros, y anotando los pequeños detalles. Le gusta usar este método que él llama “el método Bolaño”.
Se que no debí hacerlo. Sé que no esta bien curiosear en papeles ajenos, aunque tenga su permiso, pero no he podido evitarlo.
La libreta de Matías es la número quince. Se quedó en mi escritorio. No he leído las catorce anteriores, puede que Matías las destruya una vez que el texto queda grabado en el ordenador.
La libreta numero quince empieza por la lección siete. Agosto de dos mil once. Se trataba de relatar las visitas a un hospital. “Tono y Atmosfera”. Recuerdo la angustia que le provocó este proyecto. Lo comentamos en un par de ocasiones, y a mi me pareció que había empezado a confundir realidad y ficción. El destino quiso que fuera así, todo lo escrito se convirtió en un hecho verdadero. A Matías le pareció obsceno el planteamiento, una vez que quedó establecida la comparación entre un hospital y el matadero. Sus anotaciones eran crudas, sobresaltadas, y se amontonaban en los márgenes de las hojas, impulsivamente. Quiso retratar el olor a carne muerta, a fluidos y medicinas, y por contraste, consiguió fijarse en las enfermeras. Una vez más leí estas páginas, que ya habíamos comentado, pero ahora, reconociendo su significado.
La lección siguiente, la número ocho descubrió en Matías un nuevo torrente de ideas. Su relato de ese mes le satisfizo especialmente. Recuerdo que me dijo que por fin, había podido “ficcionar” un sentimiento vivido sin ser agrio, ni condescendiente.
– Siempre suenan en mi interior, los maullidos desgarrados de un animal herido, moribundo, destrozado. Yo viví esa situación y ahora ya casi no la recuerdo,- me dijo Matías en una ocasión – Quise que fuera un recuerdo, pero no lo he conseguido. De aquella época solo conservo algunos datos, que anoté en mi libreta, como una lista de tareas, como un encargo. Parece que fue en otra vida, en otro tiempo. ¡Que poco duró lo bueno! Y ¡Cuánto tiempo ha pasado! Escribirlo fue como un bálsamo, una pesadilla, un desengaño.
Ninguna de las anotaciones que he leído hasta ahora me aclara los últimos avances creativos de Matías.
Por fin llegué a las anotaciones de los últimos días. Octubre de dos mil once, “dime lo que miras”, Matías había anotado lo siguiente:
El pelo recogido, una grácil sensación de ligereza y una extraña determinación mecánica que impulsa sus movimientos. Sus tobillos, el botón de la camisa muy ajustada. En su imaginación calenturienta, el hombre al que defino como el actor de revista retirado y decrepito, la esta abrazando, y no es la primera vez.
Se llamaba Adolfo M., tenia, a sus setenta y tantos años, el aspecto de un dandy inglés algo ajado. Pelo canoso y lacio, bien peinado, tez curtida y un extraño gesto de satisfacción. Adolfo, aunque no era un hombre guapo, siempre tuvo la suerte de gozar del favor de las mujeres. Su atractivo era para todos los que le conocieron algo incomprensible, y el se consagró a todas cuantas mujeres conoció, e incluso a las que no conoció.
- Buenos días, Don Adolfo, ¿Qué quiere comer hoy?
- Buenos días, Teresa, ¿Cómo estás? Hoy he venido solo, así que creo que me dejare convencer, comeré lo que tu quieras.
- Tenemos almejas muy frescas, y de segundo, roast beef trufado – dijo Teresa arrastrando las eses y mirando a Adolfo directamente a los ojos.
- Tomaré almejas, y una copa de Moët, – Me gustaría mucho que me acompañaras.
- Tal vez no esté actuando correctamente, puede que no se me haya entendido, tal vez no tenga nada que decir. Siempre acabo pensando que prefiero no descubrirme, que nadie sepa lo que estoy haciendo, por pura vergüenza, tal vez por miedo – Me dijo Matías –.
- Yo siempre fui de poco adjetivo, de mucho detalle y poco verbo. “No debes descubrir los sentimientos”. Nada de ficción histórica, nada de realismo mágico – la literatura hecha sin dudas, pero con sufrimiento – decía, no sé muy bien por qué.
Teresa era la joven camarera de Casa Antón, lleva el pelo recogido y los labios demasiado rojos. Adolfo se queda mirando las manos de Teresa, mientras se mueven, ordenando la mesa, y le resultan familiares. Teresa no es muy alta pero tiene una figura muy bien proporcionada. Le gusta llevar el uniforme ajustado y Adolfo siempre se fija en sus tobillos, contoneándose sobre sus tacones. Hace tiempo que hubiera querido tenerlos en sus manos, tal vez, ella, no hubiera querido. Adolfo la miraba disimulando, a lo lejos, retocándose el maquillaje, ¿limpiándose las lágrimas?, pintándose los labios. Sus miradas se cruzaron en el reflejo de un espejo. Adolfo vio a Teresa más atractiva que nunca. Le pareció que le sonreía complacida, y Adolfo sintió una desazón que sólo sienten los viejos.
A menudo Adolfo se sentía así, excitado, conmovido por una leve ensoñación. Un pensamiento furtivo, prestando atención a los detalles, como ahora, un tatuaje que envuelve el tobillo, un leve giro de muñeca sobre la cintura, los ojos entornados, el inicio del cuello, la nuca, como fotogramas congelados de una película antigua.
Reconocí la situación, conocía el local, y a Teresa, y es cierto que era atractiva y que siempre íbamos a comer allí, sólo para verla. Durante nuestros encuentros semanales en el restaurante de Teresa, Matías y yo, hablábamos de nuestras pasiones. Para él los libros, para mí, la música, para los dos, las mujeres.
Las anotaciones de Matías continúan:
Adolfo no dijo la segunda parte de la frase, o al menos, él no se escuchó. Después, sonrió amable, intentando desviar su mirada hacia un punto neutro, indeterminado, lejos del escote de la camarera.
El restaurante, es de estilo rústico, tal vez post – rústico, con sillas y taburetes de madera lacada, y asiento de enea. En las mesas no hay adornos, ni flores, ni velas, tan sólo un mantel de color crudo, un plato grande y uno pequeño, los cubiertos relucientes, la servilleta doblada, y las copas de vino y de agua, boca abajo. La sala esta decorada con fotos antiguas, que recogen los mejores momentos del propietario. Allí, aparece sonriente, con una artista de cine, al lado, otra foto, acompañado de un célebre torero. También hay una gran foto de un pueblo costero, con su puerto y su acantilado. Adolfo, ha mirado tantas veces estas fotos y recuerdos que le parecen propios.
El salón esta casi vacío. Al fondo, ese hombre mayor, de aspecto cetrino, que come sin respirar, mientras lee el periódico. Se trata de un cliente habitual, que nunca deja propina. Teresa le sirve con diligencia, y cuando se vuelve hacia la barra, el viejo verde desvía su mirada hacia ella. Adolfo, que le ha visto, desaprueba en silencio la actitud lasciva del hombre, sintiendo algo parecido a los celos. En el otro lado de las sala, dos jóvenes toman un aperitivo antes de comer. La joven que se sienta de cara a Adolfo, es pelirroja, con el pelo rizado y los ojos oscuros. Su expresión es la de un ángel travieso. Es delgada, pero todo su cuerpo, conserva la redondez de la infancia. Lleva una blusa blanca y liviana que al trasluz del ventanal deja adivinar la forma de su pecho.
Tengo que devolverle la libreta y quiero que me cuente como va el curso, y cuales han sido las críticas recibidas a sus últimas aportaciones. Siempre me dice que son, al menos, esperanzadoras, pero, últimamente he observado que Matías se siente algo frustrado.
Como le ocurre a menudo, a Matías le cuesta hilar un argumento, se pierde en divagaciones y no encuentra el final. El desearía escribir de un tirón, desmenuzando situaciones, personajes y sentimientos. Quisiera que todo surgiese fluido, como una corriente, como un río.
Archimboldi, Nearing, Ahab, Corre conejo. Daryl van Horne y Jacobo Deza. Gabriel Conroy con sus muertos. Un joven que se llama Crawford, un extraño personaje, llamado Usher al que conoció en un cementerio. Otro borracho, que le dijo que si escribía, es porque tenía miedo. Lawrence, errante en el desierto. Matías acaba anotándolo todo, como un poseso, los nombres, los lugares, los sueños. – Aún así, no los recuerdo – me dice, apurando el canuto.
De vez en cuando me habla de alguno de los libros que ha leído, y a menudo me recomienda la lectura de sus autores favoritos.
En las últimas paginas escritas de su libreta número quince, Matías ha anotado, con caligrafía ilegible, lo siguiente:
Mi personaje debe ser como el Gassman de Esencia de Mujer, pero sin ser ciego. Tal vez un tullido, un Cyrano enamorado, un hombre deformado y a la vez, seducido por el sexo “opuesto”.
Siempre hay algo que se queda atrás, enterrado en el eterno paso del tiempo.
Matías continúa, escribiendo,
En el otro lado del salón un joven desgreñado escribe en una libreta. Adolfo se fija en él. Lleva gafas de pasta y tiene el pelo canoso. Lleva traje gris y una corbata de un color incierto.
Se sienta en un rincón, y se encomienda a su tarea, testigo de una historia, y también, tal vez, cronista de lo incierto.
Escribe rápido, como si se lo fuera a llevar el viento.
De repente, Se detiene, y se queda quieto, mirando a Teresa.
Ella le sonríe, y Adolfo, que está observando, no siente celos, solamente siente deseos de hablar con ella, de escribirle como él, un poema, tan solo, un verso. De observar sus labios rojos muy de cerca y tocarla y abrazarla, como en el sueño. Adolfo bebe champán, y suspira, añorando otros tiempos.
El joven poeta de la libreta negra se levanta y atraviesa, decidido, el salón, y al cruzarse con Teresa, rodea con el brazo su cintura y ambos, se besan.
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