Entonces ella tomó mi teléfono y como siempre activó la cámara al tiempo que preparaba todo para una fotografía. Un libro de filosofía abierto en una página al azar, su tasa de café junto a él y de fondo un pequeño recipiente cuadrado de porcelana blanca que servía como centro de mesa y contenía granos de la misma bebida en su interior; colocado todo minuciosamente para la perfecta foto. Se escuchó el distintivo sonido del disparo de la cámara y procedió a mover la distribución de aquellos elementos para enfocar ahora nada más a los granos de café. Otro disparo. Terminó y devolvió todo a su lugar, le dio un sorbo al líquido que expedía aún el serpenteante vapor que se elevaba hasta perderse en el ambiente, dejando la marca rojiza de su labial en el borde de la tasa. Dejó mi celular de nuevo en la pequeña mesa y soltó una singular risita. Sabía yo que al final, después de la despedida, me diría algo como “¿Después me pasas las fotitos?”, a lo que como siempre yo respondería que no.
La plática comenzó; entre anécdotas, risas, recuerdos y sobre todo sus quejas que parecían interminables y que se extendían a todo tipo de temas, desde quejas sobre sus nuevos compañeros y maestros, hasta sobre mis nuevas amigas, (como si pudiese cambiarla por alguien más), pasando por su familia y casi cualquier otra persona que le resulte fastidiosa, aunque claro, yo ya estaba acostumbrado a ello y me resultaba entretenido. La charla continuaba mientras que las bebidas se consumían entre sorbo y sorbo. Por mi parte, yo disfrutaba de una malteada de rompope en una copa alargada de cristal que dejaba a la vista la marca de un circulo de agua en la servilleta cada vez que la levantaba y acercaba a mí para probar un poco de su dulce sabor y ella por su parte degustaba un sándwich en pan integral muy bien preparado.
La ambientación rayaba en lo “Hipster” por excelencia, un pizarrón de tiza anunciaba algunos de los productos, sus costos e ingredientes. Una pared turquesa frente al mostrador dividía a la entrada de un gran ventanal y una de las paredes se veía decorada con el logotipo del establecimiento. “Café la Onza” decía en letras negras de cursivo diseño. Las pequeñas mesitas cuadradas de madera clara se distribuían por el lugar, rodeadas por pequeños sillones de negro vinil al estilo de los ocupados por los psicólogos y un perchero junto a cada una de ellas aguardaban por una prenda que sostener. Y lo que a mi parecer era la cosa más curiosa y encantadora de aquel sitio; una pequeña estantería junto al mostrador exhibía en sus dos primeras hileras libros de interés general y dejaba las dos últimas para frazadas enrolladas que de igual manera, cualquiera podía tomar. Así bien, si era de tu agrado, en aquellas tardes lluviosas aquel lugar se convertía en quizá uno de los más reconfortantes. Donde acompañado o solo podías acurrucarte en uno de esos sillones, tomar un calientito café y disfrutar de una tarde de lectura.
En el estéreo sonaba la canción de “La vie en rose” cover que interpretaba Daniela Andrade. Ambos sonreíamos pues nos encantaba esa versión. Al tiempo que la letra avanzaba ella la acompañaba y hacía gestos con su rostro. Yo tarareaba la tonada en apenas perceptible volumen para mí y movía mi cuerpo de lado a lado siguiendo el lento ritmo de su melodía.
Ella terminó su café, yo me ayudaba del mismo popote para obtener lo máximo posible de la espuma que yacía en el fondo de la copa. Una última historia, una última queja y pedimos la cuenta. Partimos cada quien hacia su destino sin no antes despedirnos con tenue melancolía. La abrace, me abrazó y tomo su camión.
P.D. Si le pasé las fotitos.
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