Para Vicky, a quien guardan mis ojos.

Los cuerpos se despegaron tras dedicarse todos los placeres que pudieron inventar aquel primer día. Ella rodó suavemente hasta tocar la corteza del árbol con la punta de sus dedos. Tenía dibujos húmedos de briznas y cabellos y la cola prensil enroscada sobre el vientre. Le dijo al joven que sentía el corazón tan caliente que si dejaba de mirarlo el cielo se apagaría. Entonces tomó su mano y se la acercó al pecho para que comprobara la avidez de su sangre. Él hizo lo mismo con la suya, y cuando la muchacha sintió la insolencia de su tránsito, sollozaron de alegría y sus labios corrieron a buscarse. El abrazo atrapó la carne, los dedos se multiplicaron y las pieles se deslizaron bajo la pelambrera mientras arriba declinaban los planetas configurando una pleamar de pliegues y lunares que refutó la insularidad de los cuerpos. La cornamenta del Hombre había adoptado la calidad de una sombra y cuando Ella quiso tocarla Él se sintió infame y le apartó la mano, pues recordó pudoroso el modo en que la había asido para resistir sus empujes. La muchacha, enrojecida, se deleitó en imágenes y goces antes de cubrirse el sexo e intentar remontar en vano la distancia de su alma antigua. Luego se acurrucaron en el lecho verde, pues se sentían solos y desamparados y temían a la muerte. Bajo ellos el mundo se volvió frío, los pensamientos se deshicieron en sopores y la herida olvidó el hurto. Pronunciaron el último te quiero mientras la noche les apaciguaba con estrellas y pasos de negro, pero ni tan siquiera en esa hora final dejaron de mirarse y dentro de sus ojos se guardaron el uno al otro, cerrados en un beso, temblando como niños, anudados los miembros, inciertos de otro amanecer. La manzana rodó entonces colina abajo y los pájaros abandonaron el jardín apurando su música.

David Rodríguez Cerdán, 2017

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