Seis meses de conversaciones telefónicas. Se podría considerar como normal la intensidad de nuestros diálogos, a juzgar por los más de veinte años en que no supimos uno del otro.
Ante la paulatina distorsión de sus recuerdos Aleja me preguntó:
—¿Dime W, entre tú y yo, alguna vez pasó algo?
—Tú, ¿qué crees? —Respondí.
—Perdóname, pero no recuerdo.
Desde ese día, me propuse refrescar su memoria: le conté del primer beso en Versalles, nuestro concierto de Milanés, la contrariedad familiar por mi floja situación económica, las tardes en San Antonio, los frecuentes y apasionados encuentros íntimos, cada detalle, cada lugar fue cobrando vida en mi bien hilvanado relato.
Con el pasar de los días, Aleja recobró la ilusión de lo «ya visto» lo «ya vivido» y acompañó sus evocaciones con abundante vino.
Continué confabulando sucesos. Inventando escenas a placer. Así fue mía.
Aleja fue siempre la mujer de Bernardo, mi mejor amigo.
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