NLA CABAÑA
Una mañana suave de agosto, después de un amanecer agotador, me levanté con apetito de aventura. Un sendero medio escondido por la maleza del bosque me hechizó y, adentrándome en él fui atraído por el encanto de la naturaleza. Me descalcé. Quería sentir la tierra, sentir que formaba parte de este mundo. Tenía necesidad de cultivar el corazón, de fundir la escarcha que rodeaba mi alma. Miles de ramos de laurel y jazmín me encaprichaban la mente cual aroma de opio. De pronto, mi espíritu se vio inundado por un manto de belladonas aderezadas de flores solitarias, las cuales conservaban bajo su protección unas pequeñas campanas con sus bayas negras. Tomé una. La deslicé con la punta de la lengua hasta el paladar, manteniéndola seductora bajo mi lengua, sacando el máximo placer, degustando hasta el límite de su tóxica naturaleza, sabedor del juego en que me adentraba. A los pocos segundos, un ciervo de aspecto inocente me asaltó de repente. Cohibido ante mi presencia, se puso a correr en dirección contraria, mostrando un lamentable aspecto. Intenté seguirlo, pero cada vez se alejaba más y más, hasta que los altos arbustos me ocultaron su rastro. Me obligué a parar un momento. Batiéndome con fuerza contra las ramas conseguí deshacer el embrollo que ocultaban las paredes de lo que parecía ser una vieja casa de campo. En la entrada, sobre una puerta de nogal, como dándome una cordial bienvenida, alguien había colgado una inscripción, coronada de pequeñas piedras rojas torpemente incrustadas, con las letras IQPR. Al leerlas, me inundó un entusiasmo galopante. De pequeño solía jugar a unir las primeras letras de los versos que nos hacían aprender de memoria en la escuela, sólo para matar el tedio que me producían las clases. Mi favorito era “El magistral pacto”. Todos los versos coincidían con esas letras en el mismo orden: I-P-Q-R. Una y otra vez se repetían hasta la extenuación. Sin más dilación, derribé la puerta de un puntapié. Un ambiente dramático llenaba la estancia. Aunque parecía que nadie hubiera vivido en la casa desde hacía siglos, ésta todavía albergaba un encanto especial. El interior, bajo una luz decrépita que inundaba cada rincón de la estancia, alojaba un basto mobiliario barroco, que estropeaba la primera impresión que uno se pudiera formar de la casa. En una mesa alguien había extendido un manto de tafetán con las puntas bordadas a la manera de antes, dándole un toque añejo al hogar. El aire se encontraba perfumado con rosas frescas que insuflaban una atmósfera agradable, placenteramente crónica, como si el tiempo se hubiera detenido. Todas las esquinas estaban repletas de antigüedades. Aquí y allá me veía sumergido por cuadros, y muebles de otras épocas, a cual más antiguo que el anterior. De pronto, una lágrima formó una especie de meandro fugaz en mi cara. Justo al lado del reloj de cuco, un daguerrotipo de finales del diecinueve colgaba de la pared de piedras. Glock Steinsohn, considerado por muchos el loco asceta de los Alpes, me penetraba con la mirada como vigilándome, como protegiéndose de mí. ¿Sería ésta la casa secreta de la que tanto se habló entonces? En su juventud, ya se mofaban sus contemporáneos por la estética de su poesía desigual avanzada a su tiempo como se ha comprobado al cabo de los siglos. Tengo un grato recuerdo de ese gran escritor que me llenó de placer las tardes solitarias de mi infancia embelleciendo mi existencia, abriéndome camino hasta una embriagadora amistad platónica que siempre llevaré dentro de mí. En las frecuentes horas que podía liberarme del opresivo ambiente del pueblo, invocaba al espíritu de Steinsohn a través de su lectura, y en un arrebato, el encanto perseverante de su retórica se abría paso, profano y salvaje, volcando todo su poder sobre mí. Largas eran las noches en que no tenía a mano un libro suyo. Era como un círculo abierto que se cerraba a tu espalda si osabas entrar. Como un agujero negro, te atraía con su plática lapidaria. Parte de ti no volvía a ser el mismo. Así de embriagador podía llegar a ser. ¡Cuánto le he echado de menos! Tuve un vago sentimiento de fulgor contemplativo bajo esas idas y venidas de su letra infernal. Nadie estaba inmune al sarcasmo dúctil del veneno que su tinta imprimía en la hoja, indeleble, insaciable. El jardín de la memoria me evocaba sentimientos encontrados. Miedo y ansia se fundían en uno sólo. Setinsohn, ¡tan grande y tan perdido!
Tendida en el suelo, una alfombra enorme acompañaba mis pasos por todo el salón. Una ordinaria mesa redonda, sostenida por cuatro patas deformes, rodeada por un juego de sillas tapizadas de flores, reinaba elegante, a su manera, la estancia principal. En su centro yacía majestuosa una pirámide de cristal. Empapadas de un suave aroma a jazmín, un fajo de cartas apiladas, todas ellas firmadas por el poeta, acompañaba el bodegón. Debo reconocer que, en ese momento, me puse a temblar. Una violencia inusitada me absorbió el juicio: en ese momento me sentí un peregrino en tierra ajena. Insulté la memoria del maestro. Me sentía el culpable de irrumpir en el sueño de un dios. Esas cartas me transportaron a otros tiempos, esos días de mi infancia en que dejaba flotar la imaginación y en que me perdía por los recovecos de mis fantasías. Me senté en una de las sillas y me dispuse a dejarme llevar. Mis manos temblorosas, indignas del contacto con aquel tesoro, sufrían de placer al abrir aquellas misivas. En una de ellas revelaba su idilio con la muerte que, implacable, le había estado acechando en sus últimos años de vida. En vano, su corazón luchó por liberarse, por deshacerse de su macabro destino. No era digno para ese fin. Empecé a leer:
“Lamentos, 1: Abriéndome paso por entre los rencores y vilezas de un fin de siglo académico, y en sincronía con el cambio que se avecina, me veo en la obligación moral de exponer las bases que me han guiado a este punto de ruptura con la humanidad. El fracaso que siento con respecto a la raza humana me ha llevado a desertar de todo intento por renovar la fe en el prójimo. Una gran guerra se acerca implacable e impasible y nadie parece tener la valentía suficiente como para hacerle frente. He perdido las ganas de luchar. Estoy dispuesto a admitirlo. No tengo fuerzas para afrontar esta lapidación. Espero que mi falta de inmunidad frente al horror de las guerras no cause ningún prejuicio a mi herencia literaria y a mi reputación. Con frecuencia me he preguntado si alguien se acordará de mí una vez me halle en el otro mundo. O si seré como aquél solitario que se fue como vino, sin llamar la atención, pero dejándonos a todos un valioso templo de sabiduría y esperanza.”
Incapaz de reaccionar, me dispuse a distraer mi alma fijando mi vista en la habitación. Acurrucado en un rincón, se escondía un libro viejo. Al momento noté que irradiaba buenas intenciones. Tenía que despertarlo de su letargo, suavemente, cordialmente. Con un movimiento suave así el tomo. Las cubiertas, encuadernadas en piel, tenían un tacto sedoso que invitaba a la lectura. Junto a él, figuraban decenas de manuscritos, todos cubiertos de un finísimo manto de polvo, que les confería un toque de melancolía agreste. Cerca de ese tomo, tenía que estar el mío. A menudo solía escribirle cartas con la esperanza infantil de que el maestro pudiera leerlas y, así, sentirse un poco más feliz y menos desdichado de lo que fue en vida. Su mujer, de una esbelta belleza, murió poco antes de dar a luz a su primer hijo, llevándose también al niño. Desde entonces, el silencio que protegía a su mente de la locura partió a otros lares. Esta falta irresarcible puso la primera piedra de su declive. El recuerdo de una vida desquiciada me hizo ver el silencio pesaroso que llenaba la casa. (Para sacar de encima ese malestar soporífero que me envolvía, me propuse entregar mi vida a honrar memoria de mi maestro). Desde el mismo día se volvió un hombre hierático, hermético, un simple asceta vulgar. Su cara mostraba a un hombre a punto de desfallecer. Cesó de escribir, aunque sólo por un tiempo. Un poeta es, ante todo, un poeta; y después, un hombre.
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