No pudo evitar quedarse mirando. La curiosidad lo desgarraba por dentro, le susurraba al oído, le imploraba que se volviera testigo de la muerte de aquel extraño. ¿Por qué quería ver aquello? 

Siendo sensato – se dijo – no me importa que una persona que no conozco acabe de morir. Si me deprimiera por cada extraño que fallece no podría volver a levantar la cabeza mientras siga viviendo. 

Sabía que no le afectaba, pero no era razón suficiente para girar su cabeza, mirar al frente y seguir caminando. Quería observar. Quería asegurarse de que ese desdichado estuviera muerto y él siguiera vivo. Quería validar la relevancia de su vida, a través de la muerte de otra persona. Era una reafirmación de que la muerte es ineludible y puede abrazarnos en cualquier momento; la demostración práctica de una ecuación que todos conocen. Necesitaba asegurarse de que la muerte estaba ocupada con otras personas y aun no se ocuparía de él.

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