Andé y andé. A veces anduve. Contaba los adoquines coloniales con números imaginarios, los llevaba catalogados, archivados, registrados en ese mueble extraño que guardé en mi habitación interior, de madera noble, con gavetas que se abrían con el control remoto de mis ganas. Masi adoquines, tranto adoquines, beliz adoquines… mi mente, mis números imaginarios. Eran míos. No estaba totalmente segura de por qué andé – anduviando – tantos pasos sobre los adoquines feos y meados. Irregulares, mal puestos, mal conservados y maltenidos. Pero son centenarios – como si eso valiera – y se pisan con precaución. Roban tapillas, tacones, hacen trampa, zancadillas, te botan y se ríen sin risa. Grises y orinados. Me sentía inflamada por todos lados. Como un globo preñado de helio, como una piñata embarazada de azúcar y caries. Como una letra huacha con florituras, dentro de un pasquín popular. Una letra con fuente entre puras ariales planas y feas. No sabía exactamente qué sentir, ni cómo soñar. O si soñar o despertar. Mis pestañas tejían una trampa enroscada con cuchara y máscara grumosa. No compré la de moda, a prueba de agua. Cascadas imaginarias bajaban por las mejillas inventadas de rosa. Llovía hasta la barbilla y mi pecho estaba sin paraguas. Lloví sin nubes, ni camanchaca. Entendí que mi pecho iría a parir, en plena calle, en medio de la rúa centenaria. Me senté y abrí las patas. Venga. Salga. Parí por los poros, por las uñas sin manicura, por los tacones destapillados, por las pupilas de los ojos, pupilas malenseñadas sin profesores ni maestros doctos. Pupilas sin pupitre. Las niñas de los ojos ya se habían ido, a cobrar por hora. Tras pujar y pujar… alumbré. U oscurecí. Salió una sombra informe e irreal, negra como la más negra de las negras. Difusa. Sin patas ni cabeza. Hizo una pirueta sin gracia, sin pedir monedas en el semáforo y se fue. Quedé despaturrada, sin matrona ni epidural. Parí. Se fue. Estuví infiniternos adoquines tempesteando. Luego, se encendieron los faroles y me ví, liviana. Como una perra atropellá… sin huesos rotos. Me levanté y a patas peladas, anduve. Volví a contar los adoquines: uno, dos, tres, cuatro… me fuí acordando de que me acordaba. Al llegar a la esquina, tomé la micro. Las pestañas se desengrumecieron. Las pupilas se sentaron a aprender y las niñas regresaron. Ya no tan niñas, pero hijas pródigas. Y reempecé. Cuando llegué a casa, me sentuve en el sofá feo y blando y me desnudé, me saqué la pena, la culpa con los puntos corridos, el brasier de copa llena, la culpa talla XL y así, desierta de pilchas pesudas y quejumbranas, renací. Y dije, diciendo sin letras, que la alma de una, de veintiocho gramos, me estaba quedando suelta y debía o encogerla o engordar. Comí renaceres por tres días y luego bailé cumbia y tejí una cosa verde y nubosa llamada esperanza. La cuerda quedó con nudo y todo, la dejé de adorno. Para no desrrecordar. Para mirarla cuando me haga el amor sin condón y se me meta nuevamente el crío indeseable de la poca fe. Rejuvení como dos milenares de años, por cada adoquín, una pestaña y por cada pestaña, un entrecierre de ojos fijos en el azul celeste del cielo.
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