Problema cotidiano

Te gusta el barrio, aunque a veces cueste admitirlo -aprendo a amarlo a cuentagotas. Es un lugar agradable a pesar de lo escandalosos que pueden llegar a ser los vecinos. Los gritos de disgusto, conflicto o placer se cuelan a través de las finas paredes. Cada casa en la hilera extendida, reflejo de su contraparte en la otra acera, se diferencia por la pintura y por algunas jardineras recién florecidas.

A veces hay un corte eléctrico y la luz se va -nadie sabe a dónde va. Su regreso depende de la tardanza de los técnicos, expertos en solucionar estos problemas “cableado viejo pero todavía funcional” que llegarán en cualquier momento con sus uniformes grisáceos -no, son color caqui-, los cascos de llamativo anaranjado, sus prácticas herramientas en el cinturón de mil bolsillos, y mira qué bonita grúa, y niños no estorben a los señores.

Mientras tu abuela observa el noticiero vespertino, tu madre prepara el arroz con pollo tan común en estos tiempos enclaustrados; cuando de la nada se escucha un ruido furioso en un plano más lejano, profundo. No estás seguro, pero creíste haber oído a un gigante brotar desde el fondo de la Tierra, revolviendo sus entrañas. O tal vez sólo fue el transformador explotando nuevamente. Entonces imagen y sonido se esfuman del televisor, sustituidos por un manchón negro e inmóvil. El ventilador calla su ronroneo, este húmedo calor acabará por hartarte algún día. Abres cada ventana disponible -para que entre el fresquito. Acomodas tu humanidad en el suelo, a orilla de la puerta, no sin antes bravear un poco. Te enojan los cortos eléctricos, porque estabas a punto de ver tu serie favorita pero sin internet es imposible -maldita sea imposible.

Cierras tus ojos por cuatro o cinco minutos con la intención de expulsar los malos humores, si es posible también el calor. La relajación tarda. Necesitas paciencia. Ahora sólo falta esperar. Escuchas la orquesta del viento y los árboles acompañada por un coro de zanates desafinados y humanos en los patios como público expectante. Respiras a tus anchas el juguetón aroma a salitre que se pasea por el aire.

Con la calma por fin en tus pulmones agradeces a la vida -gracias vida- porque sin sus cortes recurrentes no podrías enterarte de que Emmanuel, el hijo de Wendy, ya pasó a secundaria. Ni de que Luis acaba de casarse, o que doña Juanita sigue enferma de la azúcar, ay qué barbaridad, y que doña Caro, por fin, irá a vivir con su hija a la capital. Tampoco sabrías que la familia de la casa grande en la esquina de la cuadra apenas regresó de vacaciones, quién sabe en qué trabaja el marido, yo los vi peleando ayer y la mujer tomó el carro y salió chirriando llantas. Doña Reina tiene un resfriado, el té de bugambilia sirve para eso, dice doña Blanca. Alguien menciona el incidente de la calle Koalas, ellos no eran del barrio, fueron perseguidos hasta acá, qué terrible situación, muchos muertos. Ya no es lo mismo. El tomate subió de precio y aun así los vecinos del boulevard siguen ofreciéndolo a veinte pesitos el kilo, son buenas gentes. ¿Escuchaste qué pasó con don Beto?…

La historia se repite dos días más tarde, un mes después, al siguiente verano, en pleno cumpleaños de doña Yolis, quien cerró la calle -vamos a la fiesta- porque le encantaría celebrar junto a todos cuantos conoce y saluda a diario, pues una no siempre alcanza los 85 años en este azaroso mundo.

Ya no sabes si es mejor aquí o allá. En dos días terminarán tus vacaciones y tu visita al barrio de la infancia, donde todo es tan similar a como lo era antes. Sin embargo, en ti muchas cosas ya saben diferentes y en ocasiones prefieres tu otro barrio. Porque allá puedes fumar a gusto el zacate del diablo sin los regaños de tu abuela. Porque allá es muy raro, sino imposible, que la luz se vaya (allá tampoco saben a dónde irá), y los vecinos no hacen tanto ruido en el tercer piso y tú apenas te enteras de sus nombres o de sus vidas.

Aquí tu abuela reclama su lugar predilecto en la sala, acomoda el bastón al lado de la mecedora, estira los brazos hacia el buró para tomar el control remoto, lo analiza detenidamente hasta encontrar el botón de encendido. Diálogos melosos comienzan a brotar de la pantalla, seguido por descuentos y ofertas especiales este miércoles de frescura en el súper más cercano. Casi queda lista la comida, mijo, ve por tortillas antes de encerrarte de nuevo. Te enfada no tener ni cinco minutos de paz.

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