«Estos días azules…»

«Estos días azules…»

Mientras la anciana agonizaba
tumbada en el lecho, inconsciente desde hacía algún tiempo, fuera
de su pequeña estancia el luminoso sol del Mediterráneo y el bramido
del mar, acompañaban al nutrido cortejo fúnebre en el que se
enseñoreaba la presencia de la muerte. La misma que, tres días
después, volvería a la humilde habitación número cinco del hostal
Bougnol-Quintana para llevársela a ella.

Corría
el mes de febrero de 1939 y a sus 85 años, aquella vieja sevillana
había emprendido el camino del exilio para fallecer muy lejos de
su tierra, privada de todo lo que amaba y hasta del consuelo de sus
hijos, al haber caído en un coma profundo fruto de la enfermedad y
el agotamiento que le causó su precipitada huida. Quizá por pura
ironía de la historia y sin que ella lo supiera, tras haber
culminado el gran esfuerzo de cruzar a pie los nevados pasos
pirenaicos para salvar la vida, era su querido Antonio quien,
derrotado por la misma fatalidad que aquejaba a otros cientos de
miles de compatriotas, fallecía a las cuatro de la tarde del miércoles día 22, poniendo fin a su honda tristeza y sufrimiento. Pero dichoso
él, que después de haberla llorado en su desgracia se adelantó a
su madre sin causarle más dolor.

Cosa
distinta fue el caso de su nuera y su hijo José, obligados a
despedirse de ambos en el plazo de tres días. Precisamente al pie
del nicho que les sirvió de sepultura, esta vez en un frío y lluvioso amanecer del sábado 25 de
febrero, José la encomendó a Dios, leyendo en un trozo de papel el
escueto inicio del poema que encontró en el bolsillo del pantalón
de su hermano, sintiendo que «Estos días azules y este
sol de la infancia…» 
le recordaban a su lejana Sevilla y eran la mejor
despedida posible para decir adiós a su familia en aquella tierra
extraña.

Y en efecto, su madre se
llamaba Ana Ruiz Hernández y su hermano era el poeta Antonio
Machado, el «Paul Valéry español» tal y como lo identificaron los
franceses. Y allí reposan hoy madre e hijo, enterrados en una nueva
sepultura mucho más digna, del cementerio de Colliure, el pequeño
pueblo costero de pescadores que los Machado inmortalizaron con su
muerte. Tendrían que pasar muchos años a la espera de que se hiciera verdad en España «la paz, la
piedad y el perdón», que el viejo presidente Manuel Azaña solicitó
a los vencedores de una guerra fratricida poco antes de afrontar su
propia agonía.

Exiliados el poeta y su madre
de España, hoy nos queda el consuelo del inmenso legado de su obra literaria, y el detalle que se luce en la que fuera su casa familiar
de Sevilla, en
donde una placa de azulejos
rinde homenaje a la madre de los Machado con estas sencillas
palabras: «Que su
recuerdo perdure como el olor de la hierbabuena y la albahaca».

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