Después de un par de meses he vuelto ha pasar por estas calles. ¿Las recuerdas? La última vez que estuve aquí, aquel árbol era verde y frondoso. Ahora, cada una de sus ramas evidencia que el otoño dejó caer su peso sobre él y que, en su paso, lo despojó de la mayoría de sus hojas. Hojas que ahora hacen de alfombra, y que tiñen todo de tonos amarillos y marrones. Hojas que cubren el pasto y el asfalto, porque no hay quién las remueva. Porque una ciudad dedicada exclusivamente al sector empresarial, pasa a ser un pueblo fantasma cuando hay prohibición de trabajar. 

Me paseo en silencio con la nostalgia que tendría un anciano al volver a la tierra de sus orígenes, como si los dos meses que pasaron desde que cerraron todo fueran en realidad cien años. Así se sienten a veces. El tiempo va pasando y pesando. Cae sobre nosotros de la misma forma que el otoño sobre los árboles, y también nos despoja de muchas de nuestras hojas; nos va secando. Aunque no hay razón alguna, me paseo en silencio, casi conteniendo la respiración. Mis pasos hacen crujir las hojas secas, pero el sonido se confunde con el del viento al agitarlas. Dos meses han pasado. ¡No es nada! pero bastó para dejar las calles vacías. No están las personas y cosas que solía encontrar en mis paseos de media tarde, después de almorzar y antes de volver al trabajo. No hay hombres de corbata, ni la habitual infinitud de autos estacionados en las zonas prohibidas. No hay secretarias comprando golosinas, ni faldas cortas, ni pelos al aire, ni promotoras, ni encuestadores, ni las jovencitas que a diario salían en busca de comensales para los distintos restaurantes del patio de comida. Lo único que hay soy yo mismo, haciendo el recorrido de siempre, pero ya sin la preocupación de tener que recorrer los dos kilómetros de rotonda en los treinta minutos que me quedan de la hora de descanso. Mi nostalgia no es por el lugar, en todo caso. Ni por lo que hay o no hay. Mi nostalgia es por ti.

La última vez que recorrí estas calles lo hice con el móvil en la mano. Había pasado a la oficina de correos a enviarte una carta. Aquella que, sin saberlo, quedaría retenida en alguna parte, entre tu país y el mío. Aproveché de ir tomando fotos para enviarte, porque las flores blancas, rosadas y amarillas, lucían preciosas; tenías que verlas. Además, había cientos de dientes de león que hermoseaban aún más la postal. «Tiene que verlo», pensé. «Son para ella», pensé. Y sí, eran para ti. Debo confesar que me avergonzaba un poco detenerme a fotografiar flores frente a tanta gente pasando. ¿Qué pensarían? Al decirlo suena absurdo, pero así son nuestros temores, vergüenzas y complejos. De todos modos lo hice. De la manera más disimulada posible, pero lo hice. Luego seleccioné las mejores y te las mandé. Me vi tentado a decirte lo que te había escrito en la carta que te acababa de enviar, pero me esforcé para no arruinar la sorpresa. Dos segundos fue el tiempo que tardaron en enviarse las siete fotos. La carta, en cambio, te llegaría en doce días. Eso en condiciones normales, que al final no fue el caso. Espero que te llegue algún día. Ya sabes, el mensaje podría dártelo en un segundo por algún chat, pero lo importante es que puedas tener en tus manos algo que sostuve con las mías. Eso hace que valga la pena la espera.

Te extraño, ¿sabes? Me hubiera gustado mucho que conocieras este lugar más que por fotografías. Muchas veces caminé por estas calles. Con sol en los días de veranos, con jeans azules, camisa de manga corta y con mi gorra negra. Otras veces con lluvia, con mis botas marrones y mi chaqueta de cuero. No siempre iba solo. Varios se sumaron a mis caminatas durante los más de cuatro años que llevo trabajando por la zona. Ojalá tú hubieras sido una de esas personas. Ojalá hubiera podido tomar tu mano y llevarte a ver las flores por ti misma. Ojalá estuvieras acá ahora. Sé que te gusta el otoño (de ahí la nostalgia). El olor a tierra húmeda mezclado con el dulzor de la savia de las hojas caídas crean el ambiente perfecto para encontrarnos. Podríamos sentarnos ahí, en los banquillos de madera que hay fuera de las sucursales bancarias. Podría contarte que muchas veces me senté en ellos a escribir alguno de los tantos cuentos que te enviaba esperando robarte una sonrisa; esperando que te animaran como lo haría un abrazo apretado, de esos que la distancia me impedía darte. Podría confesarte que por cada cuento que te enviaba, escribía diez. Que incluso muchos de ellos quedaron listos para ser enviados. Si estuvieras aquí, podría confesarte abiertamente que he tenido miedo de nunca poder mirarte a los ojos. Que temía que tu silencio fuera eterno. ¿Dónde estuviste? ¿Qué ha pasado? ¿Qué te han hecho? ¿Me extrañabas? ¿Me amas todavía? En realidad, si estuvieras aquí no importarían las palabras, ni las preguntas, ni las confusiones. Solo quedaría la añoranza, el deseo, el amor y esas cosas que nos vuelven impetuosos. Solo quedarían aquellos sentimientos ingobernables, que de todos modos no apetecen controlar. Si cierro los ojos, puedo verte. Escucho tu risa. Siento tu perfume, aquel con el cual sellabas tus cartas y que tanto me gustaba oler. El problema es que al extender mis brazos solo palpo el aire. No estás. Hace un par de meses que no estás, y yo, aquí lejos, no tengo a quién acudir para que me diga que no pasa nada, que estás bien, que solo estás muy ocupada, pero que en cualquier momento te desocupas y todo vuelve a ser como antes. Aquí, con el piso teñido de amarillo y el cielo cubierto de nubes oscuras, siento que la lluvia cae suave y cálida por mis mejillas.

El aire frío llena mi pecho y siento paz. No tengo apuro, por lo que decido regalarme este tiempo para recordarte. Para soñar con todas las cosas que no alcanzamos a hacer. No sé si las hojas al caer conceden deseos, como las estrellas, pero de todas formas pido uno. Que escuches esto, o que lo sientas en tu interior, como sea que funcione: «¿Caminamos? Anímate, ven, toma mi mano. Tómala y no te soltaré jamás. Te quiero». Para aumentar las posibilidades de que recibas mi mensaje, lo escribo en el móvil y te lo envío. Tu última conexión fue hace 65 días. Una foto tuya y un «hablamos mañana. Te quiero» fue lo último que enviaste. Una despedida y una promesa (en ese orden) seguidos de cientos de mensajes míos. Mensaje que reflejan un sin fin de sentimientos y estados de ánimo. Curiosidad, confusión, preocupación, culpa, confusión, tristeza, esperanza, confusión, temor, miedo, enojo, desesperanza, confusión, confusión y más confusión. Este mensaje será el último. Seguiré esperando que aparezcas y que hagamos como que no ha pasado. La invitación queda hecha. Toma mi mano y caminaremos juntos. Para siempre. Te envío también esta foto, para que recuerdes que el otoño también cae sobre nosotros. Que nos seca y nos desnuda, pero siempre llega la primavera y lo que parece muerto vuelve a florecer.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS