Habíamos quedado, por iniciativa mía, en aquella tasca en la que me gusta comer que hay junto al puerto de pesca, entre el griterío de los marineros, el chirriar de los carros del mercado y la humareda de las parrillas que asan pescado en la calle.
Yo sabía muy bien lo que ella venía a anunciarme y por eso elegí aquel sitio: para que el entorno de las cosas que me gustan actuase como una anestesia sobre el corte lacerante de sus palabras.
También sabía que ella vendría a decírmelo a cualquier sitio, porque nunca se asustó de nada y su prisa por volar ya era incontenible.
No por ello me resistí a hacerle pagar un último precio obligándola a ir al sitio que más detestaba.
En cuanto hubo dictado su sentencia se levantó y se fue, con aquellos andares de mujer que pisa fuerte, cimbreándose con su digna sensualidad y sobre todo, dejando tras de ella una estela de fragancia a Channel y carmín que hubiese embriagado a un ejército entero.
Sorbí mi jarra de cerveza y dejé que el olor a ella se disipara, dando espacio de nuevo a aquél olor a puerto, mi puerto…
Allí me quedé… preguntándome por qué el hedor de las escamas podridas incrustadas en las redes de los pescadores, mezclado con el olor a algas y a mar podía proporcionarme algo tan excelso como la Paz en el espíritu.
Y también preguntándome qué es lo que realmente quiero hacer con mi vida.
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