«Tengo
por enemigo a una nación de doce millones de almas, enfurecidas
hasta lo indecible. Todo lo que aquí se hizo el dos de mayo fue
odioso. No, Sire. Estáis en un error. Vuestra gloria se hundirá en
España».
Carta
de José Bonaparte a su hermano el Emperador.
¡Puto
gabacho…, moro de mierda!… Gritó con su voz desgarrada por el
dolor, al tiempo que, desafiante, empuñaba su ensangrentada
cachicuerna de dos palmos de longitud, con la mano derecha, y miraba
fijamente al jinete con turbante. Mozo de labor, al igual que su
amigo Pascual, quien yacía muerto en el suelo, ensartado con una
lanza en el pecho, el paisano acababa de rajarle la barriga al
jamelgo del mameluco cuando encabritado, el animal trató de
cocearlo. De hecho, aún conservaba la vida de milagro, gracias al
quiebro que le hizo a la cimitarra del turco-egipcio cuando este
trató de despacharlo con un tajo que su arma dibujó en el aire de
arriba abajo, peleando ambos junto al pilón de los caños de la
fuente de la Mariblanca, en plena Puerta del Sol.
Ese
fue el último mandoble del gabacho antes de dar con sus huesos en
tierra, debido al desplome de su caballo, al que se le salían las
tripas. Y mientras el jinete, algo aturdido, trataba de rehacerse de
la caída y ponerse en pie, zafándose del peso de su montura, el
enfurecido español se le echó encima profiriendo a voces nuevos
insultos, que el moro oyó confuso y mezclados con los relinchos del
animal malherido.
─ ¡Cabrón…,
hideputa…, me cagüen en tos tus muertos!… ¡Por mis güevos que
hoy te reúnes con ellos!… le vociferó su atacante, poco antes de
degollarle con el mismo acero con el que había destripado a su
jumento, sin poder emitir siquiera un gemido de dolor, ni entender
nada de lo que le chillaban, salvo sentir que la vida se le escapaba
a borbotones. De haber aguantado unos pocos segundos más su corazón,
al menos habría tenido el consuelo de ver como una bala perdida
mataba a su encarnizado enemigo por la espalda.
Pero
aquellos dos combatientes no eran los únicos hombres y mujeres que
morían peleando salvajemente, y tanto los mercenarios mamelucos
ataviados con turbantes y vistosos ropajes que siguen llegando al
recinto por la Carrera de San Jerónimo, como los dragones de
uniformes verdes con cascos y corazas relucientes que acceden por la
de Alcalá…, galopan hacia la muerte. Unos y otros tropiezan con
los cuerpos caídos de personas y animales, y alrededor de sus
monturas enseguida se prenden racimos de hombres y mujeres
enfurecidos que, despreciando sus mandobles y sablazos, los derriban
y acuchillan con saña. Tampoco se salvan los jinetes que logran
esquivar o pasar por encima de los cadáveres, que también resultan
abatidos por los disparos, casi a bocajarro, de trabucos y escopetas
de caza en poder de muchos paisanos enloquecidos. Para entonces la
Puerta del Sol, con su empedrado humedecido por la sangre y los
charcos del agua de lluvia caída durante la pasada noche, ya se ha
convertido en un terrible hervidero de odios y pasiones desatadas,
acompañadas por gritos, maldiciones, juramentos y alaridos de
muerte.
Este
enfrentamiento tan cruel y sanguinario, se mantuvo vivo hasta el
mediodía, tiempo en el que, a consecuencia del agotamiento de los
paisanos y las sucesivas embestidas sobre la colérica multitud, a
cargo de la caballería de la Guardia Imperial napoleónica
─mamelucos y dragones de la Emperatriz─, la mejor del mundo, por
fin se hizo el silencio en toda la plaza y sus calles adyacentes. Era
un lunes dos de mayo de 1808 y nada de lo que ocurrió aquel día en
Madrid nunca podrá olvidarse.
* * *
El
primer balance provisional de bajas propias, entre muertos y heridos,
que los comandantes y edecanes presentan a su general, el iracundo
Joachim Murat, lugarteniente y cuñado del mismísimo Emperador,
resulta estremecedor. Reunido con todos los miembros de su estado
mayor en el Palacio Grimaldi, que ha convertido en su residencia
oficial, el gran duque de Berg y mariscal de Francia no oculta su
profunda irritación. Son momentos difíciles por los sucesos que
acontecen y una emoción sorda, mezclada con la sorpresa, impregna el
ánimo de todos los presentes. Murat es el único que está sentado
frente a la mesa de caoba con guarniciones de bronce, que fuera del
favorito Manuel Godoy, mientras que el resto de sus hombres
permanecen de pie en aquel despacho de lujosas paredes cubiertas con
maderas nobles, al modo de las boiseries
francesas.
Con
diez mil soldados imperiales acuartelados dentro de la ciudad, otros
veinte mil acantonados alrededor de Madrid, y el cuerpo de ejército
del general Dupont ─unos treinta mil efectivos─ a una sola
jornada de camino, el máximo responsable de la brutal represión del
populacho no acaba de entender la rebeldía de los madrileños, ni
comprender bien lo que está sucediendo. Pero temerosos y
expectantes, ninguno de sus subordinados se atreve a justificar esas
bajas tan elevadas o proporcionarle alguna explicación y aguardan en
silencio sus órdenes, o bien, los presumibles gritos y reproches con
los que Murat, que ya tiene 41 años, suele desahogarse cuando le
comunican malas nuevas.
Sin
embargo, la sublevación es tan grave y se ha extendido tanto por la
ciudad que, serio, casi colérico, el duque también guarda silencio.
Lo más seguro es que el general tratara de disimular su enojo
interesándose por situar sobre un gran plano de Madrid, desplegado
sobre la mesa que sus ayudantes le han proporcionado ─obra del
cartógrafo Tomás López─, los diversos escenarios de los duros
enfrentamientos habidos entre sus fuerzas y la población civil. Eso
sin contar la afrenta que supone, para su orgullo y vanidad, el que
tanto la reina viuda de Etruria como el infante don Francisco de
Paula ─el muchacho de 14 años, hijo menor de Carlos IV y la reina
María Luisa de Parma, es el niño que aparece en el retrato de La
familia de Carlos IV, de Goya, con enorme parecido a Manuel Godoy─,
continúen alojados en el Palacio Real en contra de sus órdenes. Y
todo ello, ¡en qué cabeza cabe!…, a resultas de la voluntad de la
plebe que impidió su viaje a Francia.
Todo
comenzó a torcerse poco antes de las diez de la mañana, cuando en
medio de la explanada de la Plaza de Oriente y frente a la pasividad
mostrada por la Guardia
Walona
de servicio en Palacio, unos alborotadores cortaron las riendas y
arneses de los cuatro alazanes del tiro del carruaje del infante para
evitar su marcha. Al parecer, el joven adolescente se resistía a
subir al vehículo y abandonar España, cosa que enterneció a varios
testigos de su negativa, gentes sencillas que decidieron intervenir.
Pero con sus arraigados prejuicios sobre la plebe, propios de la
nobleza, a Murat le resultó inaudito el hecho de que unos vulgares
paisanos, para él tan solo «gentuza», se hubieran atrevido a
contradecir su decisión de enviar a los últimos miembros de la
familia real a Bayona. Allí ya se encuentran retenidos por Napoleón
los viejos reyes y su necio hijo Fernando VII, a los que Murat
desprecia.
Acostumbrados
los franceses a disolver las manifestaciones de gentes exaltadas sin
miramientos, empleando siempre la fuerza, y con los buenos resultados
cosechados en otras grandes ciudades como El Cairo, Milán o Roma, y
más recientemente, obtenidos por el mariscal Junot en Lisboa, Murat
no iba a ser la excepción. Por ello, en cuanto tuvo noticia del
incidente con el carruaje de la Corona, el brutal espadón no dudó
en ordenar al batallón de granaderos de la Guardia Imperial
encargados de custodiar el Palacio Grimaldi ─unos noventa hombres
provistos de dos piezas de artillería─, ir a disolver al medio
millar de amotinados que se habían reunido en la Plaza de Oriente,
disparando a matar sin más contemplaciones.
Y
mientras aquellas gentes celebraban eufóricas su hazaña, gritando:
«¡Muera Napoleón!» y «¡Abajo Murat!», los granaderos formaron
dos filas; la primera con rodilla en tierra, y sin que hubiera
ninguna advertencia o intimidación previas, su oficial levantó el
sable ordenando hacer fuego con una descarga cerrada. Atónitos y
horrorizados por lo que se les vino encima, los supervivientes de
aquella primera matanza, además de salir corriendo para salvar sus
vidas, dieron la voz de alarma, contagiando su espanto e indignación
al resto de la población con la rapidez que se prende un reguero de
pólvora.
─¡Armas!
¡Armas!… ¡Necesitamos armas!… Exigían los hombres y mujeres
más animosos o desesperados, apelando a los transeúntes que se
encontraban a su paso.
─¡Cobardes…,
son unos cobardes!… ¡Disparando a la gente indefensa!, chillaban
otros, mostrando sus manos desnudas y muchas ensangrentadas. Y era
tal el alboroto que los vecinos, alarmados tras escuchar las voces,
los tiros y descargas de artillería, salían a los portales o se
asomaban a las ventanas y balcones de los edificios colindantes,
tratando de averiguar lo que pasaba. Al poco tiempo, esas mismas
personas furiosas y desaforadas, tras conocer la masacre, regresaban
a la Plaza de Oriente y, envalentonadas, desafiaban a los soldados
recogiendo a los heridos para ponerlos a salvo dentro de las casas. Y
todo esto ocurría mientras los gritos de desesperación, las
consignas y las proclamas a viva voz, se sucedían en torno a los
muertos, haciendo los hombres y mujeres constantes llamamientos para
vengar a los fallecidos empuñando las armas.
─¡Todos
a matar gabachos!… ¡Que no quede un franchute vivo!… ¡Viva
nuestro rey Fernando VII!… Gritaban de manera unánime todas
aquellas gentes.
Unas
horas después, seguro que al gran duque de Berg le hubiera bastado
con ver el sanguinolento empedrado de la Puerta del Sol, plagada de
cadáveres y heridos sin aliento, para comprender la extrema dureza
de los combates habidos cuerpo a cuerpo, y el ciclón de furia
incontenible que su estúpida crueldad acababa de desencadenar. Lo
que seguro nunca pudo imaginar aquel orgulloso mariscal de Francia,
es que al final ese odio que él había desatado se los llevaría a
todos por delante. Aunque en su caso, fueran napolitanos los
encargados de ajusticiarlo.
* * *
Madrid
tiene cinco puertas principales de entrada, de las que parten otras
tantas avenidas principales que, a modo de los radios de una rueda,
todas confluyen en Sol. A eso de la una de la tarde, el oficial
enviado por uno de los coroneles del diezmado regimiento de
Westfalia, le informa a Su Alteza Imperial que ya se ha tomado la
Puerta del Sol y puesto fin a los combates contra los rebeldes en la
Puerta de Alcalá y la plaza de La Cibeles, las afueras del Jardín
Botánico, el Paseo del Prado y el portillo de Recoletos. De hecho,
la ciudad ya está partida en dos, y desde el Paseo del Prado hasta
el Palacio Real, las calles principales se encuentran ocupadas por
las tropas imperiales. Pero Murat no se fía, y de sobra sabe por los
partes que le entregan sus correos que el control de la capital aún
está lejos de lograrse.
Solo
en la Puerta del Sol, sus tropas han tenido que luchar contra unas
diez mil personas, por fortuna, pobremente armadas, pero la
resistencia continúa en torno a la Puerta de Toledo, Embajadores y
Puerta Cerrada. En estos accesos a Madrid, se han reunido decenas de
paisanos que, armados con trabucos, pistolas y escopetas de caza, y
organizados por un militar retirado de 44 años, el marqués de
Malpica Manuel Antonio Fernández de Córdoba y Pimentel, uno de los
pocos nobles que dará la cara, están frenando con sus disparos la
llegada de los escuadrones de caballería pesada ─más de dos mil
efectivos─ que el general ha movilizado. Estas fuerzas de choque
proceden de los acuartelamientos de los Carabancheles, la Casa de
Campo y El Pardo, y su actuación resultará definitiva.
El
general cuenta con dichas tropas para aplastar con rapidez la
sublevación, pero resulta que sus hombres no tienen más remedio que
cruzar el Manzanares por los puentes de Toledo y Segovia, en donde
también son hostigados con armas de fuego desde la margen izquierda
del río. Para colmo de males, a medida que la caballería y la
infantería francesas van progresando en la ocupación de la ciudad,
el avance imperial se complica, pues ni siquiera las calles más
amplias que conducen al centro de la villa resultan seguras. A su
paso, los jinetes e infantes son arcabuceados desde las azoteas,
ventanas y balcones de las casas, e incluso escalabrados con todo
tipo de objetos y enseres contundentes que los vecinos les arrojan:
ya sean tejas, tiestos con flores, cacharros de cocina o muebles, sin
excluir algunos baldes de agua hirviendo.
No
pasará mucho tiempo hasta que de nuevo se pelee cuerpo a cuerpo en
las calles de Alcalá, Hortaleza, Fuencarral y Atocha, la plazuela de
Antón Martín, la plaza de La Cebada, el recinto de la Plaza Mayor y
las escalinatas del Arco de Cuchilleros. Justo en este antiguo solar
de los Austrias, a cubierto de las columnas y soportales de la plaza,
tendrán lugar los últimos combates contra los soldados franceses,
que terminan con la huida precipitada de los civiles, y en el peor de
los casos, su muerte o captura. En varios de esos escenarios, los
franceses tuvieron que recurrir al empleo de la artillería para
sofocar los combates, barriendo así las calles más amplias con
abundante metralla. Pero fue tan grande el ardor guerrero y la
indignación de los madrileños, que muchos artilleros resultaron
degollados o pasados a cuchillo, y sus baterías cayeron en poder de
los rebeldes, empleándose en contra de los efectivos imperiales.
* * *
Como
la situación se ha complicado hasta extremos impensables, y buena
parte de sus órdenes ya ni siquiera se cumplen, al caer abatidos más
de la mitad de sus correos, el duque de Berg teme quedarse aislado
dentro del Palacio Grimaldi. De ahí que, renunciando a su almuerzo y
las comodidades del palacio que levantara Sabatini, decida trasladar
su cuartel general cerca de las caballerizas del Palacio Real, en la
cuesta de San Vicente. Desde allí espera recibir pronto el refuerzo
de los batallones de caballería acampados en la Casa de Campo y El
Pardo, que al
final
harán su entrada en Madrid por el puente de Segovia. No obstante,
las bajas francesas de la Puerta del Sol solo fueron el inicio de los
duros combates habidos durante aquella funesta jornada en casi toda
la ciudad, y la caballería imperial pagará un alto precio por ello.
Pero
antes de que Murat abandone el palacio Grimaldi y se ponga en marcha
junto con su Estado Mayor, camino de las caballerizas del Palacio
Real, o tan siquiera abra la boca para mascullar algún improperio u
ordenar lo que ha de hacerse, estallan las primeras y ensordecedoras
salvas de la artillería de gran calibre vomitando metralla. Pronto
averiguarán que proceden de las baterías emplazadas en el cercano
cuartel de Monteleón, apenas a diez minutos de distancia del palacio
Grimaldi caminando por las calles de Torija y San Bernardo.
En
aquel recinto, que ni siquiera era un cuartel, pese a su nombre, si
no el viejo palacio de los duques de Monteleón ─que Godoy cedió
al arma de artillería─, solo hay un conjunto de edificios civiles
rodeados de unos pobres tapiales, en donde se han atrincherado dos
valientes capitanes de artillería: Luis Daoiz y Torres, un sevillano
de 41 años, con hoja de servicios en la Real Armada y defensor de
Cádiz contra la escuadra del almirante Nelson; y Pedro Velarde y
Santillán, joven santanderino de 28, con el empleo de oficial de
estado mayor. Ambos se hayan asistidos, de forma voluntaria, por el
teniente de infantería Jacinto Ruiz Mendoza, nacido en Ceuta hace 29
años y que, siendo asmático desde niño, aquel día se olvidará de
la fiebre que lo mantenía encamado para unirse a los sublevados.
Ellos son los únicos militares de graduación que se levantan en
armas, dando consistencia a la insurrección del pueblo madrileño
contra las tropas napoleónicas.
A
las órdenes del experimentado Daoiz también quedan, por propia
voluntad, la mayoría de los artilleros del parque y algunos
oficiales, apoyados por una treintena de Voluntarios del Estado
y una docena de soldados con el uniforme de las Guardias
Españolas, que llegaron a Monteleón reclutados por el fogoso
Pedro Velarde. Y tras repartir fusiles y munición entre los civiles,
a la defensa del parque también se suman algo más de doscientos
paisanos, de variada edad y condición, incluidas varias mujeres.
Entre ellas sobresaldrá la heroica Clara del Rey, una vallisoletana
de 42 años, quien pelea al pie de un cañón acompañada por su
marido, Manuel González Blanco, y tres de sus hijos: Juan, Ceferino
y Estanislao, de los que solo los dos últimos sobreviven.
Todas
estas gentes serán los héroes, muchos de ellos anónimos, que hagan
frente a más de mil quinientos hombres, fusileros y granaderos
adscritos al cercano cuartel del Conde Duque, soportando de manera
intermitente los asaltos de la infantería y los bombardeos de la
artillería gala. Este vía crucis durará más de tres horas, hasta
que exhaustos y agotada casi toda la munición, con Daoiz herido de
bala en su pierna derecha, Ruiz agonizando, y Velarde muerto en el
combate, no les quede más salida que su rendición. Todos los
capturados con vida, aunque estén heridos y sin excepción, serán
fusilados, excepto Luis Daoiz, al que unos granaderos lo atraviesan,
cobardemente, con sus bayonetas por la espalda, dejándolo herido de
muerte.
* * *
La
venganza del iracundo Joachim Murat resultó terrible. Nada más
aplastar sus tropas la rebelión en la ciudad pasadas las tres de la
tarde, el gran mariscal, totalmente descompuesto y muy alterado,
ordenó a gritos a su ayudante el general Grouchy, arcabucear sobre
el terreno a todo madrileño culpable de la muerte de un francés,
así como el juicio sumarísimo, con condena a muerte incluida, de
cuantas personas fueran apresadas en la calle con algún arma en la
mano, ya fueran de fuego o simples navajas. La orden también afecta
a las mujeres provistas de tijeras de coser y los hombres o mozos con
aperos de labranza, lo mismo que cualquier otra persona que porte un
instrumento capaz de pinchar o cortar. También autoriza el registro
y la detención inmediata de todos los vecinos de cuyas casas se
hubiera disparado a la calle, o bien arrojado algo por las ventanas
en contra de sus fuerzas. Y de ahora en adelante, cualquier sitio en
donde sea asesinado un francés será pasto de las llamas. En
definitiva, carta blanca para que sus tropas cometan todo tipo de
tropelías, saqueando, violando, atormentando y matando, tanto a
culpables como inocentes.
Uno
de los casos más famosos será el de Manuela Malasaña Oñoro, una
joven costurera de 17 años, vecina de la calle San Andrés, en el
entonces barrio de Maravillas (hoy Malasaña), que al parecer se
defendió de ser violada por unos «gabachos» acometiéndolos con
sus tijeras. Aunque desconocemos si la asesinaron de inmediato o
resultó fusilada, lo cierto es que su cuerpo fue identificado y
registrado con el número 74 en la relación de 409 víctimas de
aquella jornada, incluidas un total de cincuenta y nueve mujeres,
según la documentación que se conserva en los archivos municipales
de Madrid.
Al
día siguiente, a partir de la puesta del Sol y hasta bien entrada la
madrugada, decenas de personas fueron fusiladas junto a las tapias de
los jardines del Buen Retiro, el Salón del Prado, Cibeles,
Recoletos, la Puerta de Alcalá, las escalinatas del Buen Suceso, la
montaña del Príncipe Pío de Saboya, los altos de la Moncloa y los
lavaderos del Manzanares, lugar en donde ejecutaron a la mayoría de
las mujeres apresadas. Todos estos trágicos acontecimientos tuvieron
además un testigo de excepción: el pintor de la Corte, Francisco de
Goya y Lucientes. A sus 62 años, el genio de Fuendetodos presenció
tanto los combates de la Puerta del Sol como los fusilamientos del 3
de mayo, dejándonos como testimonio de aquel horror algunos de sus
mejores lienzos, que luego completaría con las imágenes de su
conocida serie de grabados sobre los Desastres
de la guerra.
Sus portentosas pinturas y dibujos son el fiel reflejo de la extrema
crueldad que revistió aquel conflicto.
Como
no podía ser de otro modo, la primera consecuencia que tuvo el
levantamiento del Dos de Mayo fue el inminente inicio de la guerra,
declarada en la misma tarde del 2 de mayo, con la escueta proclama de
los dos alcaldes de la entonces pequeña villa de Móstoles ─pueblo
próximo a Madrid─ llamando a las armas: «La Patria está en
peligro. Madrid perece víctima de la perfidia francesa. ¡Españoles,
acudid a salvarla!», que firman Andrés Torrejón y Simón
Hernández. A las pocas horas, a este bando se suman los ediles de
Talavera de la Reina (Toledo), Pedro Pérez de la Mula, y Trujillo
(Cáceres), Antonio Martín Rivas. Así, la dilatada y crudelísima
contienda que a partir de entonces tuvo lugar contra los franceses,
acabó convirtiéndose en aquel cenagal de la famosa «guerra de
guerrillas», que terminó tragándose hasta el orgullo del mismísimo
Napoleón Bonaparte.
Y
en efecto, hace poco más de dos siglos, los regidores del
Ayuntamiento mostoleño rubricaron el primer bando dirigido por un
concejo municipal, no a los componentes de la comunidad local, sino a
todos los españoles, urgiendo a la defensa del país invadido. Sin
duda, su llamamiento fue una declaración de guerra en toda regla
contra el todopoderoso emperador de Francia. También fue el rechazo
al humillante entreguismo de los Borbones, que habían consentido la
instalación en nuestro suelo del ejército de una potencia
extranjera. Hoy son mayoría los historiadores que consideran este
sencillo bando como el primer documento del que da fe la moderna
nación española.
Nota
final.
Este
relato está inspirado en el famoso cuadro de Francisco de Goya: El
dos de mayo de 1808 en Madrid, también llamado La carga de
los mamelucos en la Puerta del Sol. En
su primera versión de
microrrelato, obtuvo una mención en el concurso de relato breve
Villa de Madrid de 2017.
Algunos de los héroes del Dos de Mayo están enterrados en un
pequeño y escondido cementerio de la capital: el de La
Florida, construido en 1796 para albergar al personal de servicio
del Palacio Real. En este recinto ubicado en la calle Francisco y
Jacinto Alcántara, situada por detrás de la famosa ermita de San
Antonio de la Florida ─en donde se encuentra enterrada una parte de
los restos de Francisco de Goya─, están sepultados los 43
patriotas fusilados por los franceses en la montaña del Príncipe
Pío de Saboya ─actual ubicación del templo egipcio de Debod─,
durante la madrugada del 3 de mayo de 1808. Entre ellos había todo
tipo de gentes: seis albañiles, un cantero, un carpintero, un
cerrajero, dos comerciantes, cinco empleados de Hacienda, un
escribano, un guarnicionero, un jardinero, un maestro de coches, un
palafrenero, un platero, un clérigo, tres soldados y hasta un ayuda
de cámara del rey Carlos IV.
Respecto
a las 59 mujeres, incluida Clara del Rey y la joven Manuela Malasaña,
la mayoría fueron sepultadas en el viejo camposanto
de la Buena
Dicha,
anexo al hospital para pobres del mismo nombre, hoy desaparecido, que
se encontraba entre las calles de Silva y Libreros. En este solar,
desde comienzos del siglo XX se levanta la iglesia de la Buena Dicha
(C/. Silva, 21), en donde Clara del Rey dispone de una placa
conmemorativa.
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