Ojalá fuera una flor, una margarita en un inmenso jardín, que cuando empieza a salir el sol en una mañana de tormenta no se agarrara a sus cimientos, a sus raíces, que al contrario, cerrara sus ojos, abriera las hojas que emanan de su delgado tallo como brazos abiertos, pequeña ante un espacio lleno de vida y colores, aunque ya apagados por tan espeso y gris día.

Y entonces unas pequeñas gotas empezaran a mojar la tierra, y el agua, y el cielo, y se levantara tal viento que empezara a moverla de un lado a otro como si su madre la estuviera meciendo en la cuna; y poco a poco, casi rítmicamente se llevara sus pétalos flotando en el viento y visitaran nuevos lugares, prados lejanos donde la gente sencilla tiende la ropa en una cuerda que refresca el ambiente y hornea magdalenas para merendar, sitios donde el aire lleva impregnado esa humedad que sabe a sal en los labios, donde nunca crecería una flor, y menos una flor como esa.

Y así, volando y volando,

y fluyendo y fluyendo,

parece hasta placentero,

por lo bello,

por lo libre.

Pero no creas que no duele que te despedacen el cuerpo,

que te arranquen lo que eres,

pero en toda libertad

hay algo de desgarro.

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