Guara era más que un tozal, más que una sierra, era un símbolo de protección. No en vano, mi abuelo troco casa Acebillo en la plaza (cuando las nuevas colmenas le privaron de su vista las primeras nieves), por la libertad de los cuatro puntos cardinales, a orillas de la fuente junto al camino de la Fabana. Al este la parroquial, al oeste San Cosme y San Damián, el sur para la cruz de término y al inalterable norte, un vigía.
Cuando llegué a sus faldas, las ventanas de Morfeo de mis abuelos, mi madre y mis tíos miraban al ártico. La única estancia exenta del sueño en esa dirección era la despensa, con su propio ventanuco desengrasado. Podía pasarme los días enteros sentado sobre una tinaja de aceite, junto a mi hermana, tratando de localizar la senda por el pedregal bajo un manto blanco. Las leyendas llenaban la estancia durante la matacía familiar, a la sombra de Cubilars, al amparo del puntón, confiriéndonos el debido respeto a sus entrañas. Si había tormenta, Guara rugía por los Solencios y el miedo se adueñaba de los presentes. Era osado acercarse a los cauces llegada la calma, prohibido adentrarse en las cavidades.
Los años y las bicicletas nos dieron las alas de los carroñeros sobre el ganado. Descendimos entre las huertas, saltamos baches y surcos para acabar percusionando con los cantos rodados. Merodeamos el Calcón, en busca de llenar un negativo con los últimos cangrejos de nuestra estirpe. La extinción amenazaba y la timidez apadrinaba. La ciencia de un embudo cortado y un saco de arpillera, nos dejó el recuerdo imperecedero pagado con un buen cebo. La sed de aventura nos llevó más lejos.
Las badinas del Formiga llamaban nuestra presencia, el mejor refresco jamás probado. Éramos bañistas itinerantes desde el puente de la carretera y río arriba, hasta donde los juncos custodiaban una infranqueable presa, que otros trepaban en busca de unos toboganes, donde el turismo incipiente tenía sus propias atracciones.
Los años nos darían el pase guiado por la cueva de las Polvorosas, al abrigo de los
pastores y al abrazo de las sabinas, para volver al pasado encañonados, saltando y deslizándonos hasta el abismo que nos devolvía a la adolescencia. Tiempo de aventura en la madurez, a la búsqueda del contraste de las leyendas infantiles.
Santa Cilia era la puerta de acceso a conocer el símbolo personalmente. Pero para hablar con Guara para ser dignos de conocer lo que ella solo ve, teníamos que presentarnos a las cavidades que la guardaban, Chaves, los Solencios y la Grallera. Chaves nos habló con su historia, pintada de recuerdos en sus paredes y sepultando sus joyas en metros de antigüedad. Los curiosos cautelosos éramos bienvenidos desde tiempo inmemorial, protegiendo de las desventuras a quién bien la cuidaba. Los Solencios eran el miedo de antaño, mutuo, escondidos de las miradas ajenas, pero atestiguando su poder con bocanadas de naturaleza. Guardaban un tesoro arquitectónico aguas adentro, el cielo raso se aproximaba a besar el suelo, logrando enamorarlo con los gours como testigos. Guara guardaba toda su belleza en sus entrañas y los mitos de las armonías tormentosas se hicieron reales en la Sala de las Ninfas. Las lluvias podrían ser torrenciales, desembocar en los rugidos paralizantes de las bocas de la sierra, pero no podían ocultar si se prestaba atención, la constante nana de las deidades velando por los aventurados. Le susurramos un saludo a la infinita vertical de la Grallera, recibiendo sus ecos: «siempre llega la calma», «todo saldrá bien». En el futuro cercano estábamos invitados al mirador de la letanía de nuestros ancestros.
Primavera de florecientes sentimientos, verde arbóreo en un día soleado. Ascendemos escoltados por el muladar de los buitres, ajenos a nuestra presencia, sobrevolados por sus alas. Rozamos el carrascal de los carboneros, de donde el abuelo alimentaba las brasas hosteleras. La virgen de Arraro deja caer uno de sus sillares a nuestro cercano paso, sugiriéndonos escuchar el correteo del abrupto Formiga. Ante el vistazo del Castillo de Montearagón, Cubilars nos reclama a retomar la senda, animado por Used en la otra vertiente, en busca de nuevos pobladores. Guardamos sus invitaciones para una visita de gentileza, somos almas de collado, sedientos del frescor de los pozos de nieve, cometas empujadas a la cumbre. La última subida nos adelanta las fragancias de los Edelweiss pirenaicos. La peana de la cruz nos respalda en el merecido descanso, absorbiéndonos la silueta del Pirineo, dirigiéndonos la mirada al sur. Vislumbramos ahora el simbolismo indescifrable desde la despensa. Aspe, Telera, Sabocos, Perdido, Gabardiella, toda la cordillera protege las sierras. Guara y el Moncayo comparten el encargo de ocuparse de los seres y tierras al paso de sus emergentes torrentes, los sucesivos afluentes y al fin del Ebro.
Guara vigila los fuegos de los hogares con su indeterminado manto. Todas las hogueras San Fabián, San Román, San Blas, San Antón, San Vicente…. mantienen sus rescoldos con las brisas perdidas intercambiadas desde el Cabezo hasta el Pico del Águila. El oeste nos avisa de sus pretensiones de anochecida, aligerando una reflexión antes de una fecha y una firma.
«Todo saldra bien».
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