Estar ahí era como pedirle a un tigre que fuese una planta. Era como una Cámara de gas que soltaba el químico lentamente, matando día a día el alma mía. Estar ahí era como estar tras rejas y el carcelero tenía nombre. Estar ahí era no poder respirar libremente porque el pulmón terminaba adolorido. Estar ahí era como lanzarse sin ropa a un fuego ardiente, con llama azul esa de la que quema más fuerte. Estar ahí era vivir con dolor cada día, despertarse tratar de agradecer porque seguía sana, pero creo que vivía un poco más inestable de la cabeza.

Estar ahí me hizo enloquecer, vivir sumiso ante algo que no entendía pero que se sentía más grande. Aunque estar ahí también me enseñó una de las lecciones más importantes, creer en mí y en lo que puedo hacer, o bien que yo puedo con todo reto mientras decida tener fe. Estar ahí me hizo un poco invencible y a darme cuenta de que tengo más fuerza de la que creía.

Es verdad que sentí mucho dolor, pero entre tanta roca conseguí un faro del que apoyarme para seguir aquí. Estar ahí me enseñó a ser valiente, y a bailar con mis demonios, hacer las paces conmigo mismo, ser ese amigo que nunca tuve y siempre debí tener para llegar más lejos. Estar ahí me enseñó a ser valiente, de despojar pellejo a pellejo esa piel que me quedaba chiquita y sacarme cada máscara hasta desvelar el auténtico ser que soy, aquel que me da vida, aquel que solo quiere verme sonreír a pesar de las derrotas de la vida. Me quedaron sin duda ganas de no volver, pero sin el dolor no hubiese conseguido la calma en la tormenta que me acompañaría por el resto de mis días. Agradezco ese entrenamiento que me tomo par de años, y cada maestro y espejo que me mostro qué coño hacia poniéndome un zapato que no era de mi talla.

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