Aquel día llegué corriendo a casa de la abuelita Elena (ella vivía al frente de la mía) entré rauda y veloz cerrando la puerta con cerrojo, tenía casi seis años o quizá menos; y al otro lado de la pequeña puerta de cedro, que para mí en ese momento era toda una fortaleza, estaba mi padre diciendo –hijita sal, no te castigaré sólo quiero que me expliques que pasó— su voz parecía sosegada; pero escalofriante a la vez, —es curioso, lo único que recuerdo de aquel día, es que le creí, y salí, y luego mi mente se quedó en blanco—. ¿Siempre me pregunte qué pasó luego de salir?, estoy casi segura que fue la clásica del padre criado a la antigua: “sal y no te castigo”. Y al salir te catanean doble, por la travesura cometida y por la osadía de salir huyendo a la casa de la abuelita a buscar refugio… Esta fue la única vez que creo recibí un castigo de mi padre.
Él, un hombre con mucho carácter para mostrar, quizás lleno de frustraciones e impotencia, cargando una pesada mochila invisible, que se la habían regalado sus antepasados. Tenía muchísimas virtudes también, pero en ese momento de mi vida, no eran muy importantes para mí; pero, lo que distinguía a mi padre sin duda alguna era su falta de paciencia. Por cosas de la vida como ésta y otras como que “a la vecina se le arrima” o “la vecina se comió mi gallina”, claro está, esa ave era de mi mamá y no precisamente una gallina. El hecho es que por muchos años no me permití conocer y disfrutar verdaderamente a ese hombre que era mi padre, nos separaban muchos puntos de vista, acciones, silencios, palabras y resentimiento… me dije incansables veces con mucho dolor— nunca seré como él—, tan falto de mansedumbre, tolerancia y otras cosas más.
Era un viernes del año 2003, cuando observé a mi padre preparase para acudir a su cita médica, por muchos meses esperada, lo acompañé hasta la puerta y lo vi partir. Mientras se alejaba sentí un escalofrío que me invadía todo el cuerpo… pensé— ¿Qué me pasa, por qué siento tristeza al verlo partir, por qué siento que se va para siempre?… pasaron tres años desde aquel día y la vida me mostró que había llegado el momento de conocer a ese hombre de ceño fruncido, de alma indomable; pero que se rendiría como un niño buscando protección, cuidado y amor.
Ese era mi padre, el ser que luchó duro todos los días de su vida para llevar un pan a nuestra mesa; pero con la firme convicción del águila… cruel y protector a la vez bajo mi punto de vista. Muchas veces lo odié y pensaba —¿por qué mi papá no se demora un poco más en el trabajo? —debería trabajar veinticuatro horas al día, para que pase menos tiempo en casa… ¿por qué Dios no hizo a todos los papás por igual? —, me preguntaba. Hoy recuerdo esos pensamientos locos y sonrío porque para entonces era yo, un aguilucho que no sabía nada de la vida y lo dura que ésta puede llegar a ser. No comprendía entonces que debería aprender a volar, o me esperaba la muerte…
No sé, cómo terminamos allí, pero juntos empezamos a leer la biblia. Ninguno de los dos entendíamos absolutamente nada de ella. La misión del día era encontrar desesperadamente en cualquier parte de ella, alguna frase que calme o dé sosiego al corazón abatido y lleno de desesperanza. Al ocaso del día, la tarea estaba cumplida y el corazón resignado.
Cierto día, cuando todos en casa dormían, me acerqué a mi papá y ver si necesitaba algo y me encontré con unos ojos llenos de nostalgia y una mirada sin brillo, me dijo algo que nunca voy a olvidar y que gracias a ello, pude abrazar a mi padre con el alma y ser feliz con él, por el tiempo que quedaba. —Hija, ven… siéntate y escúchame— con voz taimada, pero cargada de melancolía y culpa me dijo: —perdóname si he cometido actos que te lastimaran tanto, que por muchos años te alejaron de mí. Perdóname si no fui el padre que te hubiera gustado tener, y prosiguió— siempre voy a estar agradecido por haberme dado todos estos días juntos, porque a pesar de todo, fueron inolvidables para mí… Gracias por abandonar tu trabajo por tanto tiempo buscado, y al fin encontrado para tener que cuidarme… lo hiciste por mí, remarcó… En ese mismo momento, mientras lo escuchaba, como un flash back pasaron muchas escenas por mi mente jamás antes recordadas, momentos de mi niñez feliz, que mi cerebro trató de borrar por el resentimiento que cargaba, pero que estaban allí, más vivos que nunca. Me recordaba entre sus brazos fuertes y protectores, sintiéndome poderosa e invencible… Mi padre continuó diciendo: —Tú eres mi hija mayor, eres la más bella flor de todo mi jardín; tu valor es incomparable, y sabes perfectamente lo que pronto pasará… pues me tengo que ir y no soporto la idea de tener que dejarlas solas—… En ese instante quise decir muchas cosas y agradecer otras tantas; pero mi corazón estaba a punto de desfallecer, y antes que suceda eso, tenía que decirle algo que retribuya a semejante confesión, tenía que estar a su altura en agradecimiento y amor y decirle exactamente lo que yo hubiera deseado escuchar de estar en su situación, algo que le dé tranquilidad y sosiego a su alma mortificada por dejar en abandono a sus aguiluchos… Respiré profundo y le dije: “Papá te amo mucho y perdóname si por muchos años, no te lo he podido decir; ahora quiero que me escuches con mucho detenimiento. El día que te vayas, mi madre, mis hermanas y yo vamos a sufrir mucho, como no tienes idea, vamos a llorar y sentiremos nuevamente que contigo se va otra partecita de nuestro corazón ya roto, pero ten la plena seguridad, que un día, este dolor pasará y volveremos a sonreír, y cuando te pensemos, serás como un bálsamo para nuestros días tristes, te lo prometo” añadí… De pronto vi transformarse su rostro y esbozar una dolorosa sonrisa con una pisca de paz y me dijo: “Gracias por haberlo dicho, era lo que necesitaba escuchar, mi corazón te lo agradece hija de mi alma, ahora confió en que un día ustedes volverán a sonreír”… Nos abrazamos y sonreímos, pero llorábamos por dentro.
Lo último que recuerdo de esos días, fue escuchar a mi padre pedirle a mi madre, colocar en su ataúd su manta de polar a cuadros, porque quizás en ese largo camino podría sentir algo de frío.
Andrés se llamaba, y por esos días aprendió a necesitarme tanto, como yo a mis cuarentaitantos ahora.
Nunca quise ser como él, pero la vida y los años, me han mostrado, que lo que se hereda no se hurta, y ahora que tengo a mis hijos, digo con mucha convicción: “El amor de una madre es infinito” Ya la paciencia, es otro tema…
OPINIONES Y COMENTARIOS