
“No quiero ser un genio; tengo suficientes problemas solo tratando de ser un hombre’
Albert Camus.
Transcurren días, minutos y segundos; tiempo atrás el germen de la alegría brotaba al descubrir por mérito propio los secretos de la naturaleza; la luz del asombro, iluminaba el camino y la concienciación sobre los misterios intrínsecos del paisaje frente a mis ojos, de par en par, explayaban las puertas del conocimiento sin condición. Pensar sin ataduras, sin resquemores ni juicios de mala fe, expandieron hacia límites insospechados, hipótesis y especulaciones cuyas fronteras en apariencia no existían. La mente libre de un hombre observó desde lo alto, los barrotes oxidados cual prisionero mantienen en oscuros calabozos a los rebeldes a sí mismos. El exterior desapareció. La impetuosa fuerza de los cambios no resquebrajó las murallas del mundo, pero hicieron añicos las defensas del hombre pensante. Sus pensamientos, vez alguna aliados y compañeros de aventura, hoy son puñales filosos desgarrando a pedazos incluso, los valores construidos por voluntad propia.
La objetividad de pensamiento obliga al humano a tomar medidas ecuánimes respecto a juicios emitidos, pues honda culpabilidad ha de sentir si sus opiniones han faltado a la razón trascendental. La composición de piezas articuladas, en apariencia desordenadas, otorgan sentido a un mundo carente de orden lógico. La incertidumbre no permite despejar las vías hacia la claridad detrás del moho de las dudas y la angustia al devenir. Hay una claridad, por supuesto, el detalle es acceder a la paz perpetua. Pues esa claridad nos remite a la certidumbre plena. Cada quién, a su ritmo y costumbre encuentra el caudal del Mnémosine y cierra capítulo.
No conozco la certidumbre total; he rasguñado por centésimas de segundo la paz del no pensar, comparo la experiencia del no ser por no pensar, al vaivén de las hojas de los arboles que al compás del viento mueven sus formas sin resistencia. Es posible no pensar y mantener la calma por instante fugaces, sin embargo, la posesión de un cuerpo nos obliga a pensar; somo para otros, otros para nosotros, relaciones sociales atan nuestro yo al mundo de las apariencias, zafarnos de la sociedad implica reparar el propio ser, pues, segundo a segundo, algo se desmorona. Esa angustia por saber qué y cómo se desintegró ese retazo de sí mismo, nos arroja sin querer a buscar respuestas desesperadas. Estamos tan ocupados en sostener la pesada carga dentro de sí, que apenas hay chance de ocuparnos de asuntos exteriores.
Constante reflexión sobre el sentido de la vida, del mundo y del cosmos, nos resulta lógico, puesto que reaccionamos a estímulos conocidos. La complejidad de factores y multiplicidad de variables crean formas novedosas y raras, capaces de desbaratar lo subjetivamente certero y empujarnos al vacío. Esas reflexiones contínuas, pensamientos profundos y respuestas dudosas, no alivian el afán de seguridad y certeza absoluta. Pues cada pregunta, abre un sinfín de realidades extrañas cual objetivo del valiente es entrar, explorar, padecer y salir renovado del barro fétido de la existencia física. Estamos tan hartos de vivir que ese mismo hartazgo nos impulsa a existir. Se exime de sentido desear dejar de existir, pero fervientemente querer vivir a costa de no querer existir. Fíjense lo absurdo de la existencia; lo absurdo invita a abandonarnos, a dejar tazas y cubiertos en su posición original, pues, la guerra entre lo permanente y el cambio finaliza con resultados siempre iguales. Las novedades son fantasías perniciosas del cosmos, nos hace creer que somos importantes, imprescindibles, nos eleva el ego por ser las únicas criaturas pensantes. ¡Qué ingenuos estos sapientes! No pensamos por opción, sino por obligación.
Ayer enemigos, hoy amigos, mañana hermanos; cita atribuida al historiador alemán Gerhard Massur, nos muestra la máxima de todos los principios universales; el inicio es caótico, ardoroso y aparentemente destructivo; la misión del tiempo es enfriar los cuerpos y ralentizar sus efectos. En principio a fuerza de energía, cada elemento defiende con saña su limitad visión del mundo, la experiencia amarga y tortuosa del vivir, logró conectar los espíritus y abrir entre espinos las sendas de la unión. El sin sentido del caos tiene sentido a posteriori, pues su inmanencia crea y despeja el terreno de la paz perpetua. No vale la pena esforzarse si el destino del universo es regresar a la calma infinita. Cada quien contribuye a alcanzar el objetivo obligado del cosmos. Somos presos de un juego eterno, mismas experiencias con sabores distintos; milenios atrás algunos se atrevieron a afirmar: Nada nuevo existe debajo de este cielo. Sin duda, somos marionetas del universo, engañados por falsas expectativas de libertad, seguimos y repetimos el libreto con puntos y coma, nada escapa a lo establecido; aunque la duda nos asalta y por libertad de elegir posiblemente se reformen páginas del gran libro de la vida.
Nada asombra, nada sorprende, la alegría dio paso a frugalidad y anhedonia. Esos espíritus libres son presa del terror y la angustia. Paradójicamente sienten libertad al exponerse a esos peligros que tanta desesperación causan en sí. Segundo a segundo intentan escapar, pero el juego macabro, ese juego de marionetas, les ata a sus cuerpos. ¡Huyan, pobres desgraciados!; del laberinto de la existencia escapan trastornados por pensar en las lógicas de lo absurdo. Absurdo es este juego, absurda la eternidad, eternidad total cual fuerza de voluntad incita a pelear hasta lograr la meta e integrarse a la unidad. Y el ciclo vuelve a comenzar; ¡qué ilógica es la lógica de la verdad!
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