Despertaba, sentía ese olor a mañana fresca, el sol entraba desde mi ventana, golpeaba mi cara como una bocanada de la plena vida que me esperaba en aquel patio.
El sol combinado con el sutil frío del otoño, queriendo calentar mi mundo a toda costa.
Me levanté, corriendo hacia el pasillo y lo único que podía ver era a mi mamá, con su belleza de siempre encapsulada. Sentía el olor a tostadas mientras corría hacia ella, con una sonrisa.
«Chocolatada y tostadas… Algo quemadas!!» – me decía mientras esbozaba una expresión de picardía.
Disfrutaba mi desayuno al mismo tiempo que no veía la hora de ir a jugar afuera y buscar a mis amigos del barrio, al otro lado del gran zanjón que nos separaba.
El buzo y las botitas, «gracias mamá». Salía a mi patio y contemplaba todo. Mientras veía un posible juego en todas partes.
Faltaban mis secuaces, los cuales había conocido un nosecuándo, nosecómo. Simplemente fue decirles «querés ser mi amigo y jugar?» Y eso hicimos desde entonces.
Armábamos chozas, nuevos mundos se escondían detrás de esas lonas, nuestros dedos congelados eran lo de menos cuando de pelar un fruto con la mano para sobrevivir en el lugar más inhóspito se trataba.
Exprimíamos el día a no poder más, incluso a veces nuestros planes requerían más tiempo.
Y cómo lo disfrutaba.
Mi única preocupación, era pelarme las rodillas cuando me caía, y escuchar el grito de mamá que me decía: «Vamos, adentro! antes de que se haga de noche!»
La cena. Hora de la cena.
Les prometía a mis amigos que mañana los iría a buscar para terminar nuestros planes y proyectos, seguir imaginándonos la vida cuando fuéramos grandes, los viajes, la supervivencia.
Nosotros lo podíamos todo. Hasta la hora de comer.
Ese puchero, era lo más sabroso que existía y lo mejor que podía degustar mi pequeño paladar.
Después de todo un día de andar, todo era preguntas y más preguntas:
¿Por qué el zapallo es naranja? ¿Y por qué sale humito de mi plato?
Yo sentía que los grandes sabían todo. Quería ser como ellos, no veía la hora.
Todos mis días eran un completo sueño en donde yo podía hacer lo que quisiera y nada me lo impedía. Mi imaginación volaba. Junto con mis alas de niño.
Y así fueron pasando. No recuerdo bien cuándo.
Para mí eso no podía cambiar.
Era feliz y no lo sabía. Y sonreía más veces en el día que cualquier otra cosa.
«Mamá, quiero ser grande» – yo le decía – «Y yo quiero volver a tu edad» – siempre me retrucaba.
Por qué, pensaba yo, siendo que uno puede concretar todo lo que imagina, y sin pelarse las rodillas!
Hasta que un día, como cualquier otro, llamé a mis amigos del barrio, pero vi que una de ellos tenía unos grandes anteojos totalmente negros, su cara era triste, y ya no quería jugar.
«No puedo sacármelos y no puedo ver con ellos puestos» -se lamentaba.
Intentamos ayudarla pero nada funcionaba y esos anteojos estaban como incrustados en ella.
Tan oscuros que no le permitían ni siquiera dilucidar qué pasaba.
Ella, era algo más grande que nosotros, ya había empezado la secundaria.
Pero ninguno entendía, ¿que tenía de malo?
Mientras los días pasaban, nos fuimos dando cuenta de que eran cada vez más los que amanecían de un día para el otro con esos extraños lentes metidos en su carnes. Como un veneno adosado a un cuerpo.
Se iban alejando del grupo que siempre habían tenido.
Los veíamos por el barrio, pero no contestaban, ni nos dirigían la palabra. Sólo seguían su rumbo, comprando cosas, haciéndose responsables. Creciendo.
Cuando pude darme cuenta de que por alguna razón, todos los adultos llevaban esos anteojos en sus ojos, tan opacos que cegaban y lastimaban la cabeza con sus patillas, yo también los tenía.
No entendí cuándo pasó. Pero a partir de eso, dejé de ver la vida llena de juegos y felicidad, y empecé a verla, claramente, oscura.
Yo también empecé la secundaria, como todos. No parecía tan malo, y todavía podía ver algunas cosas.
Pero los demás, estaban completamente ciegos. Hacían las cosas por inercia.
Iban al colegio, trabajaban, caminaban. Ciegos. Pero sin cuestionarse por qué.
Sus cabezas sangraban por sus nucas, pero ellos no podían darse cuenta.
Estaban muy ocupados.
Pasaban los años, y el único que parecía percibir el dolor que producían esos macabros anteojos, era yo.
La vida de colores que yo tenía, se había convertido en un constante juego de intentar despertar, abrir los ojos. Y despertar a los otros.
¿Cuándo pasó esto tan rápido?
Recordé que de más chico, me habían enseñado dos cosas muy importantes, de las cuales siempre llegaron a mí mucho más que cualquier otra:
Luchar, y escribir.
Pero, ¿de qué serviría escribir lo que siento si nadie puede leerlo?
Esos anteojos se iban formando en las personas como tumores, al cambiar la visión de chico por la de grande. Al entrar al sistema de laberintos sin salida, donde las mentes trabajan y hacen sólo para llegar a un objetivo material, y por eso, no necesitan sus ojos, ni su cabeza, que iba vaciándose. Simplemente requerían su cuerpo, sus piernas y sus manos para sentir lo tangible.
De esta forma, la gente cumplía con sus responsabilidades y trabajaba, completaba papeles, manejaba hasta su casa, sin la necesidad de ver.
Me sentía el único que podía darse cuenta.
Los anteojos presionaban las cabezas hasta desangrarlas y dejar morir a la víctima.
Cada vez me costaba más escribir cosas que no estuvieran predeterminadas por el sistema, pues los anteojos no me lo permitían.
Después de algunos meses, tuve una idea.
Recordé ese aparato que siempre sonaba en la cocina, que parecía repetir cosas monótonas y sin sentido, pero que todos escuchaban, y yo en ese momento no entendía.
Terminé por fin mi trabajo, escribí mi solución frente a los anteojos y la llevé a la radio. La leí al aire para que todos escucharan y puedan librarse de esa esclavitud:
«Sé que nadie o muy pocos se planteen esto, pero ustedes mismos instauran ese suicidio en sus mentes, adentrándose en ésta sociedad, obligándose a morir sólo por conseguir dinero y cosas que pueden tocar. Materiales. Inservibles.
Siendo seres humanos, ustedes sienten, ustedes piensan por sí solos. Pero deciden juzgar a los demás por como se visten, o qué auto tienen. No disfrutan de la vida cuando crecen, sólo alimentan sus frustraciones.
Se están desangrando, y yo también.
Despierten de una vez. Están siendo manejados para destruir el mundo sólo por cosas sin valor. Abran los ojos.»
Después de eso, me di cuenta de que mis lentes ya no estaban. Todo estaba en mi mente.
Y también descubrí, que no era el único que intentaba abrir los ojos.
Había muchos todavía ciegos sin remedio, pero también muchos otros tratando de despertar.
Y a pesar de la oscuridad, de que mis antiguos amigos del barrio dejaran de reconocerme, de que en la secundaria todos siguieran la sistemática impuesta y sangrante, de que todo a mi alrededor pareciera una pesadilla suicida, pude abrir los ojos.
Y encontré gente como yo.
Nada que nos impongan debe ser aceptado.
Tu mente es tu motor, como también tu arma.
Muchas personas hoy en día eligen seguir sin ver lo lindo de ésta vida, o se suicidan antes de que sus anteojos negros los maten.
Muchas otras, eligen salvar su mundo, hacer lo que les gusta, explorar su motor.
Ser realmente felices.
Deciden no dejar que sus vidas sean una miseria.
Intentan llevar a cabo las metas que tanto idealizaron de chicos.
No necesito cosas materiales, ni prejuicios, ni todas esas estupideces.
Mi raza tiene algo más importante que cualquier máquina o ser:
El poder pensar conscientemente.
El poder hacer las cosas porque quiere y no porque tienen que ser así.
Abrí los ojos, rompé los cristales de la oscuridad.
Viví de verdad.
No dejes que te desangren.
No lo permitas.
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