La mañana del nueve de agosto de 1945, muchos habitantes de Nagasaki creyeron que el sol se había precipitado en la tierra. La mayoría ni imaginó qué podía ser aquella luz cegadora que encendió todo el espacio. Al estallido luminoso siguió la oscuridad, cuando un hongo gigante ascendió y tapó el sol. Los árboles arrancados volaron como grandes pájaros enloquecidos, las casas se derrumbaron y la ciudad se convirtió en un desierto de cascotes quemados. Seres humanos en carne viva, sin cabello, algunos sin ojos, parecían ejecutar alucinados una lenta danza macabra; abrían los brazos como en una oración de ultratumba, hasta caer muertos, sumándose uno a uno a los cadáveres carbonizados que yacían dispersos por todas partes.
Días después se firmó la paz, y el doctor Takashi Nagai habló a la multitud congregada frente los restos de la catedral de Urakami. Les habló del hansai, el holocausto, que había abrasado la ciudad, pero a la vez había puesto fin a la guerra. Les habló de la dramática belleza del fuego vivificador, cuyas llamas se elevaron desde la catedral al cielo, para que la luz de la paz iluminara al mundo. El bien y la vida habían brotado del centro mismo del mal, del dolor y de la muerte, dijo. No eran tiempos de comprender, sino de rezar.
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