Subía a los prados altos, a los bosques, buscaba nidos. Se bañaba al volver en los remansos del río con el agua casi helada. Se secaba al sol, tumbado en las peñas lisas por la erosión del sol y el agua, mirando los chopos y los álamos, y oyendo el rumor del agua bajando por aquellos valles verdes y frondosos. Tenía diez años cuando la familia se trasladó a vivir a la meseta. Un pueblecito que nadaba en un mar de trigales. Los atardeceres de verano, a la caída del sol, salía al campo a buscar riachuelos y charcas con truchas o pececillos, árboles, pájaros, conejos; a hurgar en toperas, a descubrir nidos. Pero solo encontraba el canto de la cigarra, su tono insistente, monocorde, que le terminaba irritando, sobre todo porque no veía los animales que conocía, ni ríos, ni arroyos, ni montañas ni árboles. Algunos bandos escuálidos de estorninos; solitarias rapaces de tarde en tarde sobrevolando los sembrados; murciélagos al atardecer; el canto lejano de una lechuza ya cuando entraba la noche. Y aquellos campos de trigo tostados y polvorientos, inmensas explanadas solitarias en las que se perdía la vista, que ondeaban a veces con el viento, y otras quedaban como muertos, cegando la vista con su fulgor amarillo, ardiente y seco.
Dejó de salir al campo. Su madre le preguntaba qué le pasaba y no respondía. Un día le sentó en sus rodillas y le dijo que le veía triste. “Qué tienes”. En su vocabulario infantil había estrenado hacía poco la palabra tristeza, aunque todavía apenas la usaba. Curiosamente, fue la primera que se le vino a la cabeza. Y además le llegó acompañada: “Tengo una tristeza amarilla, mamá”.
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